¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
Mostrando entradas con la etiqueta Monte Tabor. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Monte Tabor. Mostrar todas las entradas

lunes, 5 de agosto de 2024

MEDITANDO EN CHANCLAS (6): GLORIA A TI, SEÑOR

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo 
a Pedro, a Santiago y a Juan, 
subió aparte con ellos solos a un monte alto, 
y se transfiguró delante de ellos. 
Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, 
como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.

Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús:
Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! 
Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, 
otra para Moisés y otra para Elías».

No sabía qué decir, pues estaban asustados.
Se formó una nube que los cubrió 
y salió una voz de la nube: 
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».

De pronto, al mirar alrededor, 
no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, 
les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto 
hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello 
de resucitar de entre los muertos.
(Mc 9, 2-10)

La transfiguración manifiesta la pedagogía divina con la que Jesús muestra a sus discípulos su identidad y su misión. Y lo hace porque sabe que todos los indicios apuntan a que su vida va acabar de manera violenta, pero sus discípulos no se enteran, no se lo creen o no lo entienden. 

Cristo escoge a sus discípulos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan para subir al Monte Tabor (el monte, lugar de la presencia de Dios, según la mentalidad judía), y para volver a subir a otro monte, el Monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33). 

A lo largo de la Escritura, podemos ver la vida pública de Jesús a través de diversos montes: el de la tentación, el de su gran predicación, el de la oración, el de la transfiguración, el de la angustia, el  de la cruz y el de la ascensión, que evocan también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento...Todos son montes de la pasión y montes de la revelación.

Allí, en el Tabor, Jesús les muestra su victoria, su gloria, manifestada en sus vestiduras (Ap 7, 9.13; 19, 14), en la presencia de dos personajes importantes de la historia de Israel, en la nube que les cubrió (Ex 13,21-22;16,10; Lev 16,2; Nm 16,42; 1 Re 8,10-12; Ap 14,14) y en las palabras del Padre: “Es mi hijo. Escuchadlo” (Mt 3,17; 12,18; Mc 1,11;9,7; Lc 9,35; 2 Pe 1,17).
La aparición de Moisés y de Elías (Ex 3; 1 Re 17-2 Re 1) muestran que Cristo es el cumplimiento de toda la Ley y de todas las profecías del Antiguo Testamento. En el Tabor, los dos profetas veterotestamentarios son testigos de la verdadera humanidad de Jesús, de la misma forma que los tres apóstoles neotestamentarios son testigos de su verdadera divinidad. 

Jesús escoge a la "tríada" humana (Pedro, Santiago y Juan) para que contemplen la Trinidad divina y para que entiendan que no es un maestro cualquiera, sino el Hijo de Dios. El mismísimo Dios les dice directamente que tienen que escuchar a Jesús, saber quién es y cómo actúa porque en Él se ha revelado su amor y su voluntad en plenitud. 

La transfiguración representa el punto culminante de la revelación de Jesús pero es también un acontecimiento de oración del Hijo con el Padre a través del Espíritu Santo en íntima compenetración, en unión hipostática, que se convierte en luz pura, que anticipa la retirada del velo que separa la tierra del cielo y nos hace partícipes de su naturaleza divina (2 Pe 1,4). 

Esto es también lo que experimentamos cuando contemplamos y escuchamos al Señor en la Eucaristía y en la Adoración del Santísimo Sacramento del Altar.
Cristo es el conocimiento íntimo y pleno de Dios. El pueblo ha escuchado a Moisés y Elías, ahora debe escuchar a Jesús para comprender el mensaje definitivo de Dios culminado en Cristo. 

Dios Padre nos dirige hacia la figura de su Hijo amado para que le escuchemos. Y escuchándole, demos testimonio de Él, porque no podremos dar testimonio de Jesucristo Resucitado si no le conocemos, si no le escuchamos, si no leemos su palabra, si no "subimos" con Él al Tabor y contemplamos su gloria. 

Sólo en la visión gloriosa de Cristo Resucitado, nuestra fe tiene sentido y razón de ser, como dice san Pablo:
"Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe; más todavía: resultamos unos falsos testigos de Dios, porque hemos dado testimonio contra él, diciendo que ha resucitado a Cristo, a quien no ha resucitado… si es que los muertos no resucitan. Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de modo que incluso los que murieron en Cristo han perecido. Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto" 
(1 Co 15,14-20)
Sin embargo, como también dice san Pablo, la fe en Cristo necesita testigos que lo invoquen, que sean enviados y que lo anuncien: 
"¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído?; ¿cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie? 15y ¿cómo anunciarán si no los envían? Según está escrito: ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien! Pero no todos han prestado oídos al Evangelio. Pues Isaías afirma: Señor, ¿quién ha creído nuestro mensaje? Así, pues, la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo" 
(Rom 10,14-17)
Más tarde san Pedro confirmará que los apóstoles fueron testigos oculares de la gloria de Cristo: 
"No nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Porque él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando desde la sublime Gloria se le transmitió aquella voz: «Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido». Y esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada"
(2 Pe 1,16-18)
Visión y escucha, contemplación y misión son los caminos que nos llevan al monte santo en el que la Trinidad se revela en la gloria del Hijo. 

Contemplar al Señor glorioso es, al mismo tiempo, fascinante porque nos atrae hacia sí y arrebata nuestro corazón hacia lo alto, hacia la santidad; y tremendo, porque pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra incapacidad de alcanzarla por nosotros mismos. 

Escuchar a Cristo victorioso cada día en la Eucaristía o en la Adoración del Santísimo nos muestra nuestra misión, nos llena de estímulo y fortaleza para bajar al mundo y anunciar que Jesucristo ha resucitado. 


¡Gloria a ti, Señor!

JHR

sábado, 5 de agosto de 2023

MEDITANDO EN CHANCLAS (6): ¡QUÉ BUENO ES QUE ESTEMOS AQUÍ!

Seis días más tarde, 
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, 
y subió con ellos aparte a un monte alto. 
Se transfiguró delante de ellos, 
y su rostro resplandecía como el sol, 
y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 
De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: 
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! 
Si quieres, haré tres tiendas: 
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». 
Todavía estaba hablando 
cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra 
y una voz desde la nube decía: 
«Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». 
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. 
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: 
«Levantaos, no temáis». 
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. 
Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: 
«No contéis a nadie la visión 
hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
(Mt 17,1-9)

"Seis días más tarde". Después del milagro eucarístico de la multiplicación de los panes y los peces y tras anunciarles por primera vez su pasión a los apóstoles en la subida hacia Jerusalén...seis días después...esto es, de nuevo en domingo, en el día del Señor, Jesús se transfigura en el Tabor, dando profundo sentido y cumplimiento a las palabras proféticas de Isaías: "el pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz" (Is 9,1) y que Mateo recuerda al principio de la predicación de Jesús (Mt 4,16). 

Jesús les anticipa a sus discípulos que verían su gloria una semana antes (Mt 16,27-28) y aún así, cuando lo vieron resplandeciente, se quedan perplejos y desconcertados, como nos quedaríamos cualquiera de nosotros ante la sobrenaturalidad de tan potente teofanía y cristofanía (manifestación de Dios y de Cristo), que tambiémuestra una visión de cómo será la resurrección de todos los hombres en cuerpo glorioso.

El Señor, que conoce el corazón del hombre, siempre se anticipa: el que iba a ser humillado hasta el extremo, ahora se manifiesta en la plenitud de su esplendor y gloria futura, con la intención de levantar el estado anímico de los apóstoles, ante la inminencia de su Pasión. Estas tres columnas de la Iglesia serán testigos privilegiados de su momento más glorioso en el gozo del Tabor y también de su momento más humillante en la agonía de Getsemaní.

Inesperadamente, en medio del deslumbrante halo de luminosidad que envuelve su visión, entran en escena Moisés y Elías, testigos de la revelación divina en lo alto del Sinaí y representantes autorizados de la ortodoxia israelita (Moisés=Ley; Elías=Profetas) que atestiguan a Jesús glorificado como el Mesías prometido (para que una prueba fuera admitida entre los judíos, se requerían dos testigos).
Es entonces cuando desciende la voz del Padre procedente de la nube luminosa que los cubría con su sombra para corroborar su divinidad: "este es mi Hijo amado", eco de las mismas palabras escuchadas en el bautismo de Jesús (Mt 3,17), pero ahora con un mandato: "escuchadle" 

Dios, que había hablado en el pasado y hasta entonces a su pueblo por medio de Moisés y de los Profetas, ahora, en este nuevo Sinaí, les habla por medio del Hijo amado (Heb 1,1-2), el que ha venido para dar plenitud y cumplimiento a la Ley y los Profetas.

Los discípulos "caen  de bruces", rostro en tierra, postrados en adoración. No sobrecogidos por el miedo, sino en actitud reverencial (temor de Dios) ante la presencia trascendente de la divinidad. 

Exactamente lo mismo que nos ocurre cuando estamos en presencia de Jesús Eucaristía: nos postramos como signo de adoración y reverencia para gozar lo que estamos presenciando. Y aunque nuestros ojos no lo ven, allí mismo, en el altar, converge lo humano y lo divino, la tierra y el cielo. 
Es entonces cuando, como Pedro, decimos: "Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí!" o "Con nuestros ojos hemos visto su majestad…" (2P 1, 16-19)

Tras la misa (nuestro Tabor de cada día) sabemos que tenemos que descender al valle para encontrarnos con nosotros mismos en el penoso batallar de nuestra vida, en el duro bregar del "mar adentro", en los momentos de tristeza y decaimiento. 

Pero salimos gozosos, transfigurados y resplandecientes, tras escuchar al Hijo amado, que nos dice "levantaos y no temáis" y que nos envía a ser luz del mundo (Mt 5,14) tan necesitado de Él.

¡Qué privilegiados somos al tener la oportunidad de acercarnos a ver la gloria del Resucitado en cada Eucaristía! ¡Qué afortunados somos al ser "primereados" por Dios que nos muestra nuestro destino final! ¡Qué gozo es ser reconfortados por su paz! ¡Qué bueno es estar junto al Señor y vislumbrar las primicias del cielo!

JHR

jueves, 27 de abril de 2023

UN CAMINO DESDE EL SINAÍ AL TABOR

"Mira, hago nuevas todas las cosas"
(Ap 21,5)

El monte Sinaí, también llamado monte Horeb, es citado en el libro de Éxodo y en 1 Reyes. Allí, Moisés y Elías permanecieron cuarenta días y cuarenta noches orando

El monte Tabor, también llamado monte de la Transfiguración, es citado en los evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas. Allí, aparecen también Moisés y a Elías, que representan la Ley y los Profetas, cuyo cumplimiento es la manifestación gloriosa de Jesucristo.

En ambos montes se produce una teofanía: Dios se manifiesta. En el Sinaí, para preparar al hombre a la participación de la vida divina, y en el Tabor, para realizar un nuevo acto de creación a su imagen y semejanza en "Su Hijo amado", el nuevo Adán, por el que "diviniza" al hombre y por el que le revela definitivamente su deseo de comunión con él. 

En el Sinaí, el hombre no podía ver a Yahvé pero Dios se muestra a través de la alianza que hace con Moisés, la Torá. 

En el Tabor, el hombre puede ver a Dios, que se muestra en el rostro glorioso de Cristo, la plenitud de la Ley. Tanto Moisés como Jesús bajan del monte porque tienen una misión divina que cumplir.

El camino del Sinaí al Tabor es el camino del Éxodo a la Pascua definitiva, el camino del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento, el camino del Dios escondido en las tinieblas humanas al Dios revelado en la luz divina, el camino del desierto al nuevo Edén. 

Nosotros, también hemos de recorrer el Sinaí para alcanzar el Tabor. Un camino de preparación y purificación, de introspección reflexiva, de oración, penitencia y limosna. 

La vida terrenal no es sino un camino cuaresmal que tiene que pasar indefectiblemente por la Cruz para alcanzar la gloria de la resurrección.

No hay atajos ni comodidades. Dios nos quiere "en movimiento", nos quiere "activos" para no estancarnos, nos quiere cargando nuestras cruces a imitación suya. 

Se nos muestra en toda su gloria para que le contemplemos por un momento y tomemos aliento, pero no quiere que lleguemos antes de tiempo, no quiere que nos conformemos con un "poco" de Él. Dios quiere darse a nosotros completamente, a su tiempo y mucho más de lo que nos imaginamos.

Por ello, nos insta a seguir caminando a su lado, a seguir cruzando el desierto de nuestra existencia junto a Él, aunque a veces, no le reconozcamos, con una meta: alcanzar el monte de la vida eterna. 

Nos invita a seguir conociéndole a través de su Palabra, que nos muestra su plan de salvación, pero no se conforma sólo con que nos formemos un concepto "pensado" o "teórico" o "histórico", o incluso "mágico" de quién es Él. 

No quiere que nos conformemos con un cristianismo de "sentimientos", de "levitación" ni de "éxtasis". Eso sería como plantar nuestra tienda, ponernos cómodos y tumbarnos a descansar. Eso sería buscar nuestra propia gloria y no la suya. Eso sería conformarnos con "muy poco"...o mejor dicho, con "nada".

Dios nos exhorta a "bajar" a tierra firme para seguir caminando; a la seguridad de su Iglesia para seguir meditando las respuestas que nos da ante nuestros interrogantes; a la comunidad donde seguir discerniendo cuál es su voluntad para cada uno de nosotros.

Ya no hay Tabor. Ya no hay ciudad santa ni templo. Jesucristo lo ha hecho todo nuevo. El encuentro con el Resucitado ya no es un lugar geográfico ni hierofánico. Es un espacio de intimidad donde humanidad y divinidad confluyen y se relacionan.

Antes de que lleguemos a su corazón y a su gloria, el Señor se anticipa. Hace como que sigue su camino pero realmente lo que desea es entrar en nuestro corazón que conoce perfectamente, en la profunda intimidad de nuestra alma que anhela salvar. 

Sólo si le invitamos a entrar, entrará y cenará con nosotros (Ap 3,20). Y entonces, podremos reconocerle cada día "al partir el pan".

viernes, 6 de agosto de 2021

MEDITANDO EN CHANCLAS (6): ESCUCHADLO

"Este es mi Hijo, el amado; 
escuchadlo"
(Mc 9,7)

Hoy, el capítulo 9 del evangelio de san Marcos nos presenta una visión del cielo, nuestro destino final, y nos muestra la gloria, el poder y la autoridad de Jesucristo, anticipada por la profecía del capítulo 7 de Daniel y ampliada después por la visión de san Juan en el capítulo 1 del Apocalipsis, y en los que se repite un imperativo constante: "Escuchadlo", "El que tenga oídos, que oiga"...

El monte es el lugar físico del encuentro entre lo eterno y lo temporal, entre Dios y el hombre: Sinaí es Alianza, Moria es Sacrificio, Horeb y Carmelo es Presencia, Quarantania es Tentación, Eremos es Bienaventuranzas, Olivos es Agonía...Tabor es Visión del cielo, irradiación de la Gloria de Dios y confirmación de la identidad de Cristo. Es icono de Resurrección, signo de nuestra esperanza y razón de nuestra fe

Moisés y Elías, "hombres de monte”, aparecen junto al Señor y escenifican el paso del Antiguo al Nuevo Testamento. La Ley de Moisés y los Profetas de Elías, flanquean al Evangelio, al Elegido, al Salvador. 
El Señor se trasfigura para que pueda entender, más tarde, como se desfigura en el "escandalo" de la Cruz. El camino al cielo pasa siempre por la cruz. Jesús me enseña un "cachito de cielo" para darme esperanza y así, cuando lleguen los momentos difíciles, ser capaz de perseverar en la fe. 

Dios Padre se hace presente en la misma nube (símbolo del Espíritu Santo) que cubrió a Moisés en el Sinaí (Ex 19,9), o a María en la Encarnación (Lc 1,35), y que ahora cubre a Jesucristo. La misma nube que le llevará en su Ascensión (Hch 1,9) y que le traerá en su Retorno (Mc 13,26). Y repitiendo palabras similares a las del bautismo de Jesús en el Jordán, Dios Padre confirma Su voluntad, esto es, que Cristo es el cumplimiento pleno y completo de Su Plan Salvífico: "Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo".
Pedro, Santiago y Juan, los más cercanos y amados por el Señor, son elevados en oración, "arrebatados en espíritu" para contemplar la visión celeste, pero se duermen, igual que se dormirán en Getsemaní. De repente, un resplandor les deslumbra: el rostro de Jesús brilla refulgente pero no dan crédito a lo que sus ojos ven y sus oídos oyen. 

El miedo inicial, que les hace caer de bruces, se convierte en éxtasis gozoso y muchos años más tarde, san Pedro recordará este momento: “Con nuestros ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1, 16). Aunque en Marcos no lo relata, en Mt 17,6, Jesús se acerca a los tres discípulos y les dice: "Levantaos. No tengáis miedo", igual que el ángel del Señor le dirá a Juan en Ap 1,17. 
Jesús les habla de resurrección pero ellos no entienden porque, ante el miedo que les paraliza, no escuchan. Y porque no escuchan, no pueden creer ni esperar. Más tarde, ya Resucitado, Jesús reprenderá a los dos de Emaús su falta de fe y de esperanza: "¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? (Lc 24,25-26).

Como a los tres Apóstoles, el Señor me invita a la gran liturgia celeste, a la Eucaristía, donde soy transportado al cielo, "elevado en espíritu" a la presencia de Dios, donde me uno en oración a toda la corte celestial. Al contemplar su rostro glorioso, caigo rostro en tierra ante el trono de Dios, hago silencio y escucho.

Como los tres apóstoles, muchas veces, veo pero no entiendo, oigo pero no escucho. Y cuando no entiendo algo, me dejo embargar por el miedo y busco mi propia seguridad (acampar). Y cuando no escucho, mi fe se tambalee y mi esperanza se desvanece. Sólo ante la visión de Cristo resucitado y glorioso, mi fe y mi esperanza cobran todo su sentido.

Todo conduce a Jesús. Si Nuestra Madre, la Virgen María, nos dijo en Caná "Haced lo que Él os diga", ahora, Nuestro Padre Todopoderoso, en el Tabor nos dice: "Escuchadlo". 

A Jesús, le escucho en la Palabra y le contemplo en la Eucaristía, donde me interpela y me pregunto ¿Cómo es mi actitud en presencia de Dios? ¿Cómo es mi oración? ¿Cómo es mi fe? ¿Y mi esperanza? 

¿Comprendo que para alcanzar el cielo tengo que pasar por la Cruz? ¿Escucho y aplico en mi vida lo que Jesús me dice en la Sagrada Escritura? ¿Me dejo transfigurar por la Palabra para ser luz del mundo? o ¿me quedo indiferente en mis seguridades?


JHR

miércoles, 1 de junio de 2016

BAJAR DEL MONTE TABOR




Subir al monte Tabor es fatigoso, pero asciendes con ilusión y con expectativas. Una vez que lo consigues... te sientes un privilegiado al experimentar personalmente y con gozo, el rostro glorioso y resplandeciente de Cristo ¡Qué bien se está allí junto al Señor! 

Subir es aprender a obedecer los mandamientos, a cumplir la ley y a confesar la fe en Jesús como nuestro salvador. Pero hay algo mucho más importante: Debemos subir al Tabor para descubrir a Jesús, para verle con los ojos del corazón.

Algunos han subido y allí permanecen, asombrados y maravillados, calentitos y a gusto. Lo difícil es bajar, pues la tentación de todos es permanecer en la montaña, saboreando esta gloriosa experiencia espiritual y quedarnos allí para siempre con Él, plantando nuestras tiendas, privatizando a Jesús en busca de nuestra propia santidad.

Pero lo que debemos entender es que esta experiencia-cumbre es momentánea, que esta gracia de iluminación espiritual no es un fin en sí mismo, sino un don que nos ha sido regalado para fortalecer nuestra fe en el difícil camino que aún debemos recorrer. 

Subir al monte es necesario, pero quedarse allí es una equivocación. Cristo nos llama a bajar, a dejarnos vencer, a dejarnos transformar por el amor de Dios.

Bajar del monte es comprender el sentido de la vida que nos muestra el Señor y acompañar a los que sufren, a los perdidos en lo profundo de la llanura, ésa es la misión. Ser testigos de nuestra experiencia con el Señor y ser reflejos de su amor.

Bajar significa mirar hacia el mundo de una forma nueva, implica aprender a morir dando la vida. Es volver con Jesús al mundo que hemos dejado, retornando al sufrimiento y a la injusticia del valle. Pero eso sí, ahora con una nueva visión de nuestra misión: Bajar del monte para morir por los demás.

Bajar conlleva renunciar a todo, “dejarnos ir”, y re-aprender casi todo lo que antes hemos aprendido: ¡Tenemos que aprender a morir, en sentido radical, aprender a dar la vida, a vivir en, con y para los demás!

Bajar es aprender a poner nuestras vidas en manos de Dios, que promete sostenernos, guiarnos y protegernos, incluso cuando el mal amenaza con vencernos o cuando nuestra fe parece apagarse.

Seguir a Jesús implica mucho más que tener la certeza de que Él es el Mesías, significa sanarnos de nuestra ceguera espiritual, que nos impide ver las exigencias del amor que nos lleva a sacrificarnos por el Reino

Seguir a Jesús significa desprendernos de todo, dejar que pase todo, llenos y convencidos del poder del amor de Dios, negarnos a nosotros mismos, cargar con nuestra cruz como parte de la búsqueda del Reino. Al igual que nuestro Señor, despojarnos de nosotros mismos, convirtiéndonos en servidores, humillándonos y siendo obedientes hasta la muerte.

La cruz y la muerte no nos debe preocupar, no nos debe atemorizar porque lo que deseamos es hacer la voluntad de Dios, que nos ha concedido estar con Él en la cumbre del monte Tabor, mirar desde arriba, a lo lejos y ver el cielo prometido, la gloria de la venida del Señor. Pero bajar, debemos bajar.