¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas pero queremos que nos cuentes las tuyas.
Mostrando entradas con la etiqueta amor al prójimo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta amor al prójimo. Mostrar todas las entradas

miércoles, 12 de junio de 2019

DESPUÉS DE EMAÚS: UN PACTO DE COMPROMISO

"Dieron más de lo que yo esperaba; 
incluso ofrecieron sus personas, 
primero al Señor y luego a mí, 
conforme a la voluntad de Dios"
(2 Corintios 8, 5)

El pasado fin de semana concluyó otro retiro de Emaús, donde la gracia del Espíritu Santo se derramó poderosamente, una vez más, después de que cien almas recorriéramos 60 estadios de ida y 60 de vuelta.

Tras la habitual y extraña sensación inicial de la mayoría de nosotros, debido a la agitación y el ruido que traíamos de nuestro frenético mundo, en las siguientes horas, nos encontramos ante algo nuevo, distinto y que nunca nos deja indiferentes.

Sin duda, hemos re-descubierto muchas cosas, no por ignorancia o desconocimiento, sino por haberlas dejado olvidadas en un cajón bajo llave.

Hemos vuelto a caminar y a revisar nuestra vida: cómo la hemos vivido y cómo la vivimos, qué situaciones nos han marcado, qué personas hemos descubierto, qué lugar ocupa Dios en nuestra vida... 

Hemos vuelto a escuchar y a exponer a la luz de Dios nuestras pérdidas y heridas, nuestras decepciones y sufrimientos, nuestras oscuridades y desiertos, nuestros rencores y resentimientos.

Podríamos haber seguido nuestro camino y habernos despedido del misterioso caminante que se unió a nosotros; podríamos haberle agradecido sus palabras y haber pensado ¡qué hombre más extraordinario! 

Pero entonces, nada habría ocurrido...

Sin embargo, le invitamos a nuestra vida. Y en ese momento, es cuando le reconocimos...a Jesús...quien nos ha mostrado el sentido de nuestra vida, obrando en ella y manifestándose a lo largo de ella de muchas maneras inesperadas, a través de personas y situaciones insospechadas, en momentos sorprendentes.

Nos hemos reconciliado con Dios, hemos experimentando Su amor y Su misericordia, y así, hemos encontrado perdón y paz. 

Hemos sido testigos directos de su acción en nuestras vidas y en las de los demás. Hemos reconocido todo lo que Él siempre nos ha regalado, su presencia a nuestro lado, en nuestra familia, en nuestros amigos, en nuestra comunidad, en las mismas personas que nos han acompañado durante el retiro. 

Hemos descubierto cómo Dios nos ama con un amor infinito y paternal, que nos hace sentirnos sus hijos predilectos, dándonos las respuestas a cada uno según nuestra necesidad. Doy fe personal de ello.

Hemos descubierto también, el verdadero sentido de la fraternidad, todo el amor recibido y vemos a los demás como verdaderos regalos, personas especiales con las que queremos compartir nuestra vida y nuestra fe. 

Hemos vuelto a descubrir la riqueza en nuestra vida, pasando del resentimiento al agradecimiento, del rencor al amor, de la crítica a la compasión. 

Todo nos habla de Dios

Ahora, miramos de nuevo, toda nuestra vida y recobramos la fuerzas necesarias para cambiar de dirección y volver al camino por el que íbamos perdidos, quejosos y cabizbajos. 

Nuestro corazón está abierto de par en par. Es más...arde en llamas!!! Y no podemos guardarnos lo que hemos visto, compartido y celebrado. 

Ahora que tenemos los sentidos abiertos, el corazón en llamas, una nueva fuerza interior que nos muestra una nueva forma de ver las cosas, Dios nos envía de vuelta al mundo.

Después de todo lo vivido y recibido en un momento de profundo contacto con Dios, tenemos una necesidad imperiosa de salir a gritarle al mundo que Dios está vivo y es real. Algo inexplicable nos impulsa a ser testigos de lo que hemos visto, escuchado y recibido.
Y la pregunta del millón es ¿Qué vamos a hacer?

¿Vamos a seguir actuando como invitados de piedra, como asistentes circunstanciales a la Iglesia, como "católicos por tradición", como "consumidores de sacramentos"? o ¿vamos a transformarnos en cristianos comprometidos con Dios y con los demás, veinticuatro horas al día, siete días a la semana y cincuenta y dos semanas al año? ¿Vamos a seguir viviendo nuestra vida o vamos a ofrecérsela a Dios y a darla por los demás?

Particularmente, yo he vuelto a firmar mi pacto de compromiso con Dios, con mi parroquia y con los demás, que podría leerse así:

"Habiendo recibido a Cristo como mi Señor y Salvador, considerándome hijo de Dios de pleno derecho y estando de acuerdo con la tradición, enseñanza y estructura de la Iglesia Católica, ahora me siento dirigido por el Espíritu Santo a unirme aún más a la familia de mi parroquia y a servir a mi comunidad. Al hacerlo, me comprometo con Dios y con los demás miembros a hacer lo siguiente"

Proteger la unidad de mi Iglesia 

-Actuando con amor hacia los demás. "Por tanto, busquemos la paz y la ayuda mutua." (Romanos 14,19).

-Evitando la crítica y el chisme. "No digáis palabras groseras; que vuestro lenguaje sea bueno, edificante y oportuno, para que hagáis bien a los que os escuchan." (Efesios 4, 29).

-Siguiendo a mis sacerdotes. "Obedeced a vuestros jefes y estadles sumisos, porque ellos cuidan de vuestras vidas, de las cuales deberán dar cuenta, para que lo hagan con alegría y no con lágrimas, lo que no os beneficiaría nada." (Hebreos 13,17).

Compartir la responsabilidad de mi Iglesia

-Rezando por su salud y crecimiento. "Continuamente damos gracias a Dios por todos vosotros y os recordamos en nuestras oraciones." (1 Tesalonicenses 1, 2).

-Invitando a los que no asisten a la iglesia a venir. "El amo le dijo: Sal por los caminos y cercados, y obliga a la gente a entrar para que se llene la casa. Pues os digo que ninguno de los invitados probará mi banquete." (Lucas 14, 23-24).

-Acogiendo a quienes la visitan. "Por tanto, acogeos unos a otros, como también Cristo nos acogió para gloria de Dios." (Romanos 15, 7). "Miremos los unos por los otros para estimularnos en el amor y en las obras buenas." (Hebreos 10, 24)

Servir a mi Iglesia

-Descubriendo mis dones y talentos. "Que cada cual ponga al servicio de los demás los dones que haya recibido como corresponde a buenos administradores de los distintos carismas de Dios; el que tenga el don de la palabra, que use de él como el que comunica palabras de Dios; el que presta un servicio que lo haga como mandatario de Dios de manera que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo al cual se debe la gloria y el poder por los siglos de los siglos." (1 Pedro 4, 10-11).

-Formándome con mis sacerdotes. "Él a unos constituyó apóstoles; a otros, profetas; a unos evangelistas, y a otros pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los cristianos en la obra de su ministerio y en la edificación del cuerpo de Cristo." (Efesios 4, 11-12).

-Desarrollando un corazón de servidor. "No hagáis cosa alguna por espíritu de rivalidad o de vanagloria; sed humildes y tened a los demás por superiores a vosotros, preocupándoos no sólo de vuestras cosas, sino también de las cosas de los demás. Procurad tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús..." (Filipenses 2, 3- 7).

Apoyar a mi Iglesia

-Asistiendo regularmente."No abandonéis vuestras propias asambleas, como algunos tienen por costumbre hacer, sino más bien animaos mutuamente, y esto tanto más cuanto que veis acercarse el día." (Hebreos 10, 25).

-Viviendo una vida digna. "Os pido sobre todo que viváis una vida digna del evangelio de Cristo para que, sea que vaya y lo vea, sea que ausente lo oiga, perseveréis firmes en un mismo espíritu, luchando con una sola alma por la fe del evangelio" (Filipenses 1, 27).

-Contribuyendo regularmente. "Los domingos, cada uno de vosotros separe lo que pueda, según lo que gane, sin esperar a mi llegada para hacer la colecta." (1 Corintios 16, 2). 

Este es un pacto que yo asumo personalmente, pero que si a alguno le sirve, que lo tome.

El copyright pertenece sólo a Dios. 

JHR

miércoles, 27 de marzo de 2019

UN LIBRE ACTO DE AMOR

“Perdona nuestras ofensas 
como también nosotros 
perdonamos a los que nos ofenden…”
(Mateo 6, 12)

A diario, repetimos en el Padrenuestro la petición a Dios de perdón y la intención de perdonar, quizás, sin pararnos a pensar detenidamente que en ella se concentra toda la esencia del concepto cristiano de misericordia y amor que Dios nos concede. 

En este  tiempo de Cuaresma en el que Dios nos llama a la conversión, nos conmina también al perdón. Pero, ¿realmente perdono a los demás? ¿pido sinceramente perdón a Dios y a los demás? ¿me perdono a mi mismo?

Existen dos cosas que me impiden recibir la Gracia, el Amor y la Misericordia de Dios: el rencor y la culpa. Y la forma de superarlos es el perdón.

El perdón es un maravilloso acto de amor y la mejor forma de manifestar la grandeza de alma y la pureza de corazón, porque de la misma manera que Dios está dispuesto a perdonar todo de todos, mi capacidad para perdonar no puede ni debe tener límites, ni por la magnitud de la ofensa ni por el número de veces que debo perdonar: 
"Acercándose Pedro a Jesús, le preguntó: Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18, 21).

Si he sido perdonado de todos mis pecados, ¿cómo no voy a perdonar a los demás siempre? Cuando no perdono a quienes me ofenden, no puedo esperar que Dios me perdone a mí. 

Pero además, la falta de perdón me esclaviza y me hace prisionero de quien me ha ofendido. El rencor, que conduce al odio, me envenena a a mi mismo y no a quien me ofende.

En ocasiones, puede que me resulte fácil perdonar a otros, pero ¿soy capaz de pedir humildemente perdón? o ¿me lo impide mi orgullo y egoísmo?

Perdonar a otros

Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida que midiereis se os medirá a vosotros” (Lucas 6, 35-37).

Perdonar a otros (incluso a mis enemigos) sin esperar nada es un acto heroico de amor pero es que, además, es una experiencia liberadora y sanadora. Cuando perdono, recobro la libertad que el rencor y el resentimiento me hicieron perder. 

Perdonar es un acto heroico de misericordia que me hace ser compasivo con los demás y poder obtener un corazón como el de Cristo. 

El  verdadero perdón no consiste en olvidar, sino en aprender a recordar sin dolor y evitar todo rencor hacia aquellos que de una u otra manera me han ofendido, agredido, difamado, herido, etc. durante mi vida.

¿Cuántas veces "juego" al falso perdón? ¿Cuántas veces digo “yo perdono, pero no olvido”? ¿Soy capaz de acercarme a Dios sin haberme reconciliado antes con mi hermano?

“Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas.” (Marcos 11, 25-26).
Si no soy capaz de perdonar las ofensas de los demás, es que no soy consciente del perdón y de la misericordia que Dios tiene conmigo. Así, no puedo acercarme a Él: 

“Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mateo 5, 23-24) 

El rencor y el recuerdo de los agravios ajenos endurecen mi alma, la llenan de resentimiento, malestar e insatisfacción, y todo ello me aleja de Dios y de los demás. 

Perdonar no significa quitarle importancia a lo ocurrido, sino sanar mi corazón y mis recuerdos, permitiendo recordar lo que me causó dolor o daño sin experimentar odio o rencor hacia quien me ofendió. 

Perdonar no significa olvidar, sino transformar heridas de odio y rencor, en amorSi olvido, programo mi mente para no recordar aquellos sucesos que me han herido. Pero es una “programación” ficticia porque, en el fondo, ese recuerdo permanecerá siempre en mi memoria. 

Perdonar es comprender la importancia que tiene para Dios la persona que me ofendió y así, amarla libre y voluntariamente. “Si tu hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: “Me arrepiento”, lo perdonarás.” (Lucas 17, 3-4).

Perdon
ar es permitir que Jesús entre en mi corazón y me llene de paz. Jesús siempre me da primero, aquello que me pide. Ayudado de su Divina Gracia, podré perdonar y amar a quien me hirió. Tan sólo tengo que pedírselo, ponerlo a los pies de la Cruz, entregárselo y dejar que sea Él quien se lo presente al Padre. 

Perdonarme a mí

Pero, para saber perdonar a los demás, lo primero que debo hacer es empezar por perdonarme a mí mismo, algo a veces que me puede resultar mucho más difícil que perdonar a otros. A veces, los remordimientos y culpabilidades ahogan mi capacidad de abrirme al amor de Dios.

Jesucristo ha muerto en la Cruz por mis pecados y todo me ha sido ya perdonado. Si Dios, que conoce mi gran debilidad y pobreza, mis múltiples caídas e infidelidades… ha dado Su vida por mí para salvarme y perdonarme, ¿cómo no voy yo a perdonarme a mí mismo? ¿Acaso soy yo más que Dios? 
Cuando como hijo pródigo, soy consciente de mi pecado, de mis "despilfarros" y "derroches", de mis límites e incapacidades, experimento la necesidad de volver a la casa del Padre.

Cuando soy conocedor del gran amor que Dios me tiene, de que me está esperando siempre y sale a mi encuentro para abrazarme, experimento la necesidad de dejarme abrazar por Él.

Cuando reconozco que le he fallado y ofendido, cuando me arrepiento de corazón de mi infidelidad, experimento la necesidad de reconciliarme con mi Padre.

Cuando me perdono a mi mismo experimento la necesidad y el deseo de volver a sentir su perdón y amor infinitos.

Pedir perdón a Dios

Dios, grande en misericordia y generosidad, me vuelve a demostrar lo mucho que me quiere y me hace otro regalo: el sacramento de la confesión.
Cuando acudo a confesarme, con verdadero arrepentimiento y propósito de enmienda, el Señor no sólo me perdona (mi pecado deja de ser mío y pasa a pertenecer a Cristo, que lo ha comprado y pagado con su sangre en la Cruz) sino que, además, me infunde nuevamente los dones de su Espíritu Santo, que me ayudan y me fortalecen para no caer nuevamente en la tentación del pecado. 

Sólo Dios puede liberarme de mis pecados, pero necesito pedirle perdón a Él porque su infinita misericordia se pone de manifiesto en este sacramento: “Dios nunca se cansa de perdonarnos; somos nosotros los que, a veces, nos cansamos de pedir perdón” (Papa Francisco 17/03/13).

Mi vida cristiana y mi crecimiento espiritual necesitan del perdón de mis pecados para alejarme de ellos y dejar espacio en mi corazón al amor de Dios. 

Pedir perdón a otros

Además de pedirle perdón a Dios, debo pedir perdón a otros cuando, consciente o inconscientemente, les ofendo o les daño. Sé que al ofender a mi hermano, antepongo mi orgullo y mi egoísmo, y con ello, ofendo también a Dios.
Pedir perdón es un acto de humildad por el que me reconozco pecador, teniendo presente que todos somos limitados, que todos cometemos errores, y que no existen errores imperdonables.

Pedir perdón es una expresión de arrepentimiento y una forma de reparación por el error y el daño causados. 

Pedir perdón es un acto de liberación de remordimientos y culpabilidades que me ayuda a vivir la caridad cristiana en plenitud.

Pedir perdón es una expresión de sinceridad por el que expreso a la otra persona que soy consciente y que siento de corazón el mal o el daño que le ha causado, incluso aunque no lo haya hecho a propósito o no me haya dado cuenta

Pedir perdón supone un propósito de enmienda y un compromiso de reparar o sustituir lo que se ha roto o dañado.

El Perdón es un acto de compasión y misericordia, 
de grandeza de alma y pureza de intención, 
de generosidad y de magnificencia,
de sinceridad y humildad, 
de sanación y reparación, 
de reconciliación y arrepentimiento.

El Perdón es un libre acto de amor.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

LA CARIDAD BIEN ENTENDIDA

"Ante todo, amaos ardientemente unos a otros, 
pues la caridad alcanza el perdón de todos los pecados." 
 (1 Pedro 4,8)

Acontecimientos dolorosos recientes me han llevado a meditar y escribir sobre el error que algunos cometen al confundir caridad con amor, cariño con permisividad, misericordia con negación del pecado.

Según el Catecismo, la caridad es la "virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos" (CIC 1822). Por tanto, la caridad implica amar a Dios sobre todas las cosas y "todas las cosas" significa todo.

La c
aridad va más allá de todo, es mucho más que amor, es mucho más que solidaridad. Mientras que el amor es natural, la caridad es sobrenatural. Mientras que la compasión es humana, la caridad es divina.  

La caridad bien entendida es tener en nosotros el amor de Dios. Es amar como Dios ama y lo que Dios ama. Nos exhorta a vivir en el Amor, en la Verdad, en la Bondad y en la Belleza.

Muchas veces interpretamos la caridad erróneamente y confundimos ser caritativos con ser permisivos, amar con admitirlo todo, ser buenos con tolerar la mentira.

Imagen relacionadaLa caridad bien entendida implica buscar que mi prójimo comprenda que no todo está bien, que no todo vale.  De la misma manera que cuando educamos a nuestros hijos, a veces, tenemos que decirles "no" porque les queremos, amar al prójimo tampoco significa que  debamos ser permisivos sino, porque le amamos, debemos hacer que comprenda que no todo está bien, que no puede hacer todo lo que desee y que, en ocasiones, tendrá que aceptar un "no".

El amor incondicional de Dios no quiere decir que esté de acuerdo con todo lo que hacemos o decimos. La caridad bien entendida implica ayudar a otros a descubrir sus errores y ponerlos ante Dios, que está por encima de todo.

Por eso, no podemos excusarnos en su infinita misericordia para hacer lo que queramos ni para asumir del Evangelio lo que nos parece bien y desechar lo que nos parece mal. Nosotros no decidimos lo que está bien o mal. Es Dios.

La caridad bien entendida implica expresar al prójimo que están en un error y corregirlos con amor. Y porque les amamos, estamos llamados a buscar la santidad de nuestros hermanos.

Confundir caridad con afecto, misericordia con "todo vale" no es la voluntad de Dios. Ante la mentira, el error, el pecado, no podemos pensar "como le quiero, no puedo decirle no". Eso no es caridad. Si lo hacemos, no estamos amando a nuestro prójimo.

La caridad bien entendida exige "amar correctamente", no como nosotros pensamos que debemos amar, no según nuestro criterio humano sino según el criterio divino.

La caridad bien entendida es vivirla al modo de Jesús, es decir, implica renuncia e incomodidad. Por ello, si creemos que estamos siendo caritativos pero nuestra intención o la experiencia está siendo demasiado cómoda, cuestionemos qué hacemos mal. Santa Teresa de Calcuta decía: "El amor, para que sea auténtico, debe costarnos". "Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal".

A menudo, confundimos caridad con solidaridad o con corporativismo. La caridad bien entendida debe acompañar al prójimo hacia su sanación, hacia el arrepentimiento sincero de sus errores, para que él mismo pueda vivir la caridad no sólo como el beneficiario, sino que como quien ama. 

Los cristianos no amamos por lástima ni porque nuestro prójimo sea una persona que nos cae bien. Amamos porque Dios nos ama y porque Jesús lo instituyó como mandamiento. Amamos porque nuestro Señor es el centro de nuestra vida y porque hemos experimentado su amor. 

La caridad bien entendida debe ser apreciativa, es decir, cuando la inteligencia comprende que Dios es el máximo bien y es aceptado conscientemente por la voluntad, y efectiva, cuando lo demostramos con acciones. Pero no es necesariamente sensible (cuando el corazón lo siente), pues ni nuestra fe, ni nuestra esperanza ni nuestra caridad dependen de los sentimientos.

lunes, 15 de agosto de 2016

AMOR SÓLIDO: DAR LA VIDA POR LOS DEMÁS


"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, 
con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; 
y a tu prójimo como a ti mismo"
Lucas 10, 27

Vivimos una época donde la moda generalizada es el "amor líquido", es decir, amor sin vínculos, sin afectividad. Un amor frío, superficial, etéreo, sin compromiso y en todo caso, interesado.

Los cristianos estamos llamados al amor sólido, al amor comprometido con Dios y con nuestro prójimo. Amar a Dios requiere entrega total de corazón, alma, fuerzas y mente. Dios lo hizo por nosotros. 

Cristo, con su ejemplo y muerte en la cruz, nos dice : "no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos". (Juan 15, 13). Y cuando dice "amigos" se refiere a todos, porque para Él no hay enemigos. El dio la vida por nosotros.

Amar al prójimo como a uno mismo no es nada fácil, porque requiere "dar la vida", darse a los demás, todos. Y se nos exhorta a hacerlo como si nos lo diésemos a nosotros mismos. Ahí está la cuestión: porque darse para uno mismo no cuesta; darse a unos pocos tampoco; darse a "los tuyos, menos, pero darse a todos cuesta, porque no tratamos ni queremos a todos igual. 

Por tanto, ser cristiano, seguir a Cristo es "dar la vida" por los demás. Es llevar el mensaje de amor de Cristo a otros manifestando un "amor total". El amor es el verdadero mensaje. 

Dar la vida es
  • Amar a alguien por sí mismo. "Amor total" significa amar no en relación a algo, sino de una manera absoluta
  • Subordinarse, entregarse a la persona amada, sin ningún interés más allá del hecho de amar. 
  • Exponerse por otros.
  • Arriesgarse saliendo de nuestra comodidad. 
  • "Molestarse", "incomodarse" por el bien de las personas. 
  • Comprometerse, "desvivirse", es decir, salir de la propia vida para interesarnos por la del otro.
  • Servir, desprenderse de uno, de sus cosas y dar lo mejor de sí. 
  • Salir de uno mismo, participar generosa y solidariamente nuestra vida con el otro.
  • Sentir la felicidad o la tristeza, los éxitos o fracasos de los demás como propios. 
  • Preocuparse de corazón por sus problemas, por su sufrimiento, por su angustia.
  • Responsabilizarse por otros. 
  • Donarse desinteresadamente.
Dar la vida implica
  • Experimentar que hay más alegría en dar que en recibir
  • Obtener una mayor felicidad y realización personal.
  • Descubrir que lo importante no es lo que se da o cuánto se da, sino por el amor con el que da. 
  • Acompañar lo que damos con ternura, afecto y alegría
  • Compartir no sólo cosas materiales, sino tiempo, atención, amor, experiencias, momentos, etc.
  • Aprender no a dar cosas, sino aprender a darse uno mismo. No es dar lo que nos sobre, sino dar lo que somos. 
  • Enriquecer a otros con nuestros propios valores
  • Colaborar en la transformación de la sociedad con los dones y cualidades que Dios nos ha dado a cada uno. 
  • Estar atento y saber reconocer la necesidad del otro.
  • Aprender a que el servicio a los demás debe ser una actitud habitual, firme y perseverante, aún a costa de los beneficios propios.
  • Comprometerse nos obliga a dejar nuestra comodidad e intereses inmediatos por el bien de otros. 
  • Da sentido a nuestra propia vida.









lunes, 26 de octubre de 2015

EL AMOR DE UN CORAZÓN NUEVO




“Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe”.
Gálatas 6,10

Siempre he sido una persona muy extrovertida, social y abierta. Mi vida social ha sido siempre muy prolífica, rica y enriquecedora. Siempre me he sentido muy orgulloso de tener “buenos amigos” con los que he compartido grandes momentos de mi vida.

Pero últimamente, cuando quedo con alguno de mis mejores amigos, los de siempre, y nos reunimos a cenar, a celebrar un cumpleaños o a disfrutar de una fiesta, siento que algo ha cambiado, que ahora es diferente, noto que algo me falta; no me lleno como antes, no me emociono como antes, a pesar de que nos reímos bastante, disfrutamos de buenos momentos juntos y que los quiero.

Entonces ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué tengo una sensación de vacío? ¿Qué falta? ¿Por qué no disfruto completamente?

Siempre se ha dicho que la amistad verdadera es difícil de encontrar y más aún, de mantener; y más si cabe, en este mundo individualista y materialista que se rige por intereses particulares o conveniencias explícitas.

La amistad verdadera es, sin duda, confraternidad, es decir, una relación como "de hermanos", pero sin parentesco de sangre. Y ésta se configura exclusivamente  a través del "amor fraternal", factor que identifica por antonomasia a la iglesia de Cristo.

Una de las características de este amor fraternal es la fidelidad. Un amigo fiel te levanta cuando has caído, y te socorre en la aflicción. "Es como un hermano en tiempo de angustia." (Proverbios 17,17). Precisamente es en el dolor cuando la amistad es probada.

La familiaridad con la que un hermano en Cristo compartirá tus gustos y tus disgustos, tus mismos intereses, actividades y pasiones, y por supuesto, la misma fe es comparable sólo a tu propia familia. Es en la familia de Dios donde la amistad cobra su máximo significado.

La confidencialidad cobra su máxima expresión puesto que ningún amigo verdadero tendrá tentaciones de sacar a la luz pública cualquier defecto, problema o secreto que hayas compartido con él.

La discreción es parte de su ADN y nunca te dejará en evidencia ante otros. Guardará lo que tenga que guardar por respeto y cariño a ti.

El amor fraterno nos encamina a desear el bien, nos enseña a compartir nuestros bienes y a llevar una convivencia sana y constructiva porque vemos en el otro un reflejo de nosotros mismos, lo que implica un perfecto conocimiento del otro y de sus necesidades.

Otra manifestación es el deseo mutuo de compañía, junto a un sentimiento compartido de preocupación, apoyo y ayuda

Un hermano en la fe siempre estará a tu lado y no rehusará jamás socorrerte y siempre tratará de protegerte; y si no puede él, rezará a Dios por ello.

El verdadero amigo se expone, incluso, a ser incomprendido, pero por causa de que su amor es altruista y desinteresado, te dirá la verdad, aunque te duela. No te adulará, ni te dará una palmadita en la espalda; más bien, te sacará de tu engaño, te dará luz en tus errores, te despojará de tus presunciones y te alejará de tus tentaciones.

La amistad en Cristo, a diferencia de la amistad “a secas”, comparte las cosas humanas y las divinas por la Gracia divina. Comparte un fervor que mueve a la acción: al servicio a los demás y al crecimiento espiritual.

El amor fraterno está guiado y protegido por el Espíritu Santo. Es la gran diferencia que existe con la amistad mundana, puesto que es quien nos acerca a Dios.

Jesús es el mejor amigo del hombre y lo demostró muriendo por todos. Esa es la prueba del amor genuino y el ejemplo de la amistad verdadera: el verdadero amigo ama hasta el fin, hasta lo sumo, hasta dar la vida por uno. “No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos " (1 Juan 15:13).

Cuando amamos de verdad a nuestros amigos de fe, a nuestros hermanos, como a nosotros mismos, somos capaces de amar a Dios. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos”. Marcos 12,30-31.


No podemos decir que amamos a Dios y no a nuestros hermanos. No es posible amar lo que no se conoce “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve." (1 Juan 4, 20).



El amor fraternal es un medio para conocer a Dios y una práctica para el amor divino. Decía S. Pedro, que el cristiano es el que ama de verdadero corazón. 

Con un “corazón nuevo”, como decía el profeta: “Os  daré un corazón nuevo y pondré dentro de vosotros un espíritu nuevo. Quitaré de vuestra carne ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu y haré que caminéis según mis mandamientos, que observéis mis leyes y que las pongáis en práctica. (Ezequiel 36, 26-27).

Por lo tanto, cuando un cristiano ama no ama con su viejo corazón humano, ama con el corazón nuevo que es el Espíritu Santo. Y cuando lo hacemos, es Dios mismo presente en nosotros, con su Espíritu, el que ama en nosotros y a través de nosotros.


Ahora ya sé lo que me falta con mis otros amigos: un amor que no necesita "motivos", ni “aspavientos”, ni “ficción”; un amor que brota de un “corazón nuevo”, lleno de Espíritu santo, lleno de amor, lleno de Cristo y que trasciende de lo humano hacia lo divino, hacia nuestro Padre. ES EL AMOR DE DIOS; ES DIOS MISMO.


martes, 29 de septiembre de 2015

EL DIOS A QUIEN TUTEO


  
Y tú amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, 
con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
(Deuteronomio 6, 5)

Tratar de usted (ustetear) a una persona es un tratamiento de excesivo respeto y cierta distancia, mientras que tratar de tú (tutear) es un tratamiento de total confianza e consensuada intimidad.

En contra de lo que muchos piensan, tutear no rebaja el grado de respeto hacia la otra persona sino que enfatiza el hecho de “compartir”, de tener algo en común con ella.

Ustetear supone lejanía, supone un cierto rechazo inicial hacia la otra persona, un “piensa mal y acertarás”. 

Y es que pensamos mal a priori porque juzgamos por las apariencias, juzgamos por lo que nos separa, por lo que nos desune, juzgamos en lugar de amar, y amar sin condiciones.

Los cristianos, como seguidores de Cristo, estamos llamados a no juzgar, a amar al prójimo como a nosotros mismos, sin peros. 

Tenemos la seguridad de compartir la misma dignidad de hijos suyos, de ser parte de la familia de Dios, y por eso, nos tuteamos entre nosotros, como lo más natural del mundo.

Pero ¿qué tipo de relación tenemos con Cristo? ¿Tuteamos a Dios?

Existen dos tipos de cristianos dependiendo de la relación que mantengan con Jesús. 

Por un lado, están sus “amigos”. Son los que tienen un conocimiento personal suyo y una relación íntima con Él; los que le abren su corazón y le invitan a pasar; los que comen su pan; los que confían en Él y le aman. Por eso, le “tutean”

Por otro, están sus “conocidos”. Son los que tienen un conocimiento intelectual suyo pero una relación distante con Él; son los prefieren acercarse “poco a poco”, con recelo; los que se mantienen prudencialmente lejanos; los que cumplen pero no quieren “muchos líos” con Él; los que prefieren comer solos; los que sólo le respetan. Por eso, le “ustetean”.


El Dios a quien tuteo, es el Dios que me creó, el Dios que me busca, el Dios que me ama, el Dios que me perdona, el Dios que me sana, el Dios que me renueva, el Dios que me protege, el Dios que no me condena, el Dios que me comprende, el Dios que me guía, el Dios que me abraza, el Dios que sale a mi encuentro, el Dios en quien confío, el Dios en quien me abandono. Sí, ese es mi Dios… a quien amo.

Tutear es, en definitiva, amar.





lunes, 31 de agosto de 2015

¿DÓNDE ESTÁ TU TESORO?


“En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, 
es decir, sin lavarse las manos. 
Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos 
restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, 
y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.
 Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: 
'¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras 
y no siguen la tradición de los mayores?'.
Él les contestó: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: 
‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. 
El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.” 
Marcos (7,1-8.14-15.21-23)

Ayer en misa, escuchábamos el Evangelio de Marcos que nos hablaba de la hipocresía humana y del corazón impuro. 

La observancia exterior de la ley no es suficiente para ser buenos cristianos. El Evangelio debe transformar el corazón y favorecer un encuentro personal con Jesucristo, instar a la búsqueda de la justicia y la paz, al socorro y auxilio de los pobres, de los débiles, de los oprimidos. Debe tener puesto el objetivo en el AMOR.

Muchos sucumben a la tentación de creerse mejores cristianos que los demás, incluso superiores, de sabérselas todas por el sólo hecho de observar los dogmas, las reglas y las tradiciones, en lugar de amar al prójimo. 

Entonces es cuando sus corazones se endurecen, lo cierran al Señor, dicen lo contrario de lo que hacen y terminan centrados en ellos mismos. Esa hipocresía que brota de sus corazones les convierte en seres egoístas, hipócritas, soberbios y orgullosos.

El Evangelio, norma de Dios para la conducta cristiana, a menudo es sustituido por preceptos de hombres que muchas veces se desvían de él o incluso van en contra suya. 

Es entonces cuando impera una fe infantil, estéril, sin fruto, que sólo genera bebés espirituales cuya misión exclusiva es la observancia literal de la Ley, y tristes, pues están todo el día “llorando”. Entonces la fe deja de ser fuente de alegría, de paz y de amor. Y cuando esto ocurre, esa fe no es de Dios, ni viene de Dios, ni llega a Dios. 

El papa Francisco dice: "No son las cosas exteriores las que nos hacen o no santos, sino el corazón que expresa nuestras intenciones, nuestras elecciones y el deseo de hacerlo todo por amor de Dios. Las actitudes exteriores son la consecuencia de lo que hemos decidido en el corazón. No al revés".

Si el corazón no se transforma, no podemos ser buenos cristianos. La lucha entre el bien y el mal no sucede fuera de nosotros sino dentro. Jesús dice: “tú tesoro está donde está tu corazón”.

El apóstol nos dice: “Ninguna cosa que de fuera entra en la persona puede hacerla impura; lo que hace impura a una persona es lo que sale de ella…Los pensamientos malos salen de dentro, del corazón: de ahí proceden la inmoralidad sexual, robos, asesinatos, infidelidad matrimonial, codicia, maldad, vida viciosa, envidia, injuria, orgullo y falta de sentido moral. Todas estas maldades salen de dentro y hacen impura a la persona” (Marcos 7, 15 y 21-23)

Entonces ¿Cuál es mi tesoro? ¿Dónde está mi corazón? ¿Soy puro exteriormente o interiormente? ¿Tengo un corazón hipócrita, impuro, con “doblez”? Si es así, ¿puedo tener unas manos y unos labios puros de amor, de misericordia y de perdón? 

Un corazón puro y libre de hipocresía me capacita para vivir según el espíritu de la Ley y alcanzar su finalidad, que es el amor.