"Que la paz de Cristo reine en vuestros corazones"
(1 Cor 4,15)
¿Qué es para mí “paz”? ¿Tranquilidad? ¿Descanso? ¿Bienestar? ¿Cero conflictos? ¿Cero preocupaciones?
Cuando hablamos de paz, pensamos siempre en una paz horizontal: entre los pueblos, entre las razas, entre las clases sociales, entre las personas. Sin embargo, la paz primera y más esencial es la paz vertical, entre cielo y tierra, entre Dios y la humanidad.
Cuando hablamos de "hacer las paces", hablamos de perdón, de reconciliación, de vuelta a un estado natural de justicia y caridad.
Nuestro mundo es un mundo de agitación, angustia e inquietud donde no reina la paz. Y, consecuentemente, nosotros también vivimos nuestra vida, física y espiritual, de la misma manera, sin paz.
La paz que puede ofrecer el mundo depende de la ausencia de guerra o de conflicto, de sus propias seguridades. Sin embargo, la paz que ofrece Dios, es la que no depende de nosotros sino de Él, es la que podemos tener en cualquier circunstancia, en medio de los problemas y de las pruebas.
La paz que puede ofrecer el mundo depende de la ausencia de guerra o de conflicto, de sus propias seguridades. Sin embargo, la paz que ofrece Dios, es la que no depende de nosotros sino de Él, es la que podemos tener en cualquier circunstancia, en medio de los problemas y de las pruebas.
Es la paz del corazón, la paz interior, la paz que nos da Cristo: "La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da, os la doy yo. No estéis angustiados ni tengáis miedo" (Jn 14,27).
Por eso, los cristianos, en nuestro camino hacia la santidad, necesitamos aprender a tener y mantener esa paz en todo momento, ya que no la podemos conseguir sólo por nuestros méritos. Jesús nos dice: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5).
Entonces, si no podemos hacer nada por nosotros ¿cómo puedo dejar actuar a Dios en mi vida? ¿Cómo puedo dejar que la gracia de Dios actúe en mí?
Muchas son las respuestas: oración, sacramentos, pureza de intención, docilidad al Espíritu Santo... Pero la primera de todas es: tener paz interior.
Cuanto más serena esté nuestra alma, cuánto más tranquilo esté nuestro corazón, más puede actuar la gracia de Dios. Cuanta más agitación y turbación, menos actúa el Espíritu Santo.
Entonces, si no podemos hacer nada por nosotros ¿cómo puedo dejar actuar a Dios en mi vida? ¿Cómo puedo dejar que la gracia de Dios actúe en mí?
Muchas son las respuestas: oración, sacramentos, pureza de intención, docilidad al Espíritu Santo... Pero la primera de todas es: tener paz interior.
Cuanto más serena esté nuestra alma, cuánto más tranquilo esté nuestro corazón, más puede actuar la gracia de Dios. Cuanta más agitación y turbación, menos actúa el Espíritu Santo.
Dios es un Dios de paz (1 Tes 5,23; 2 Tes 3, 16; Rom 1, 33; Rom 16, 20;Fil 4,9; 1 Cor 14,33; Heb 13, 20-21) con un mensaje de paz (Hch 10, 36; Ef 2, 14,17; Ef 6, 14).
A Dios le caracteriza la paz. El mismo experimenta paz. Es la fuente de la paz. Dios no habla ni actúa en el ruido, en la confusión o en la agitación.
Por tanto, hemos de dejar espacio al sosiego, a la paz en nuestro corazón para que Dios nos suscite sus inspiraciones.
Qué es
La paz del corazón no consiste en que todo vaya bien siempre, ni que no tengamos contrariedades ni que siempre satisfagamos nuestros deseos. Es la paz de Cristo, que ha vencido al mundo.
La paz "shalom" de Jesús es un don suyo que nos da (Lc 24,36; Jn 20,19.21.26). Es la humildad y mansedumbre de Jesús, que ha vencido en la Cruz. "Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulaciones; pero tened ánimo, que yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).
La paz de Dios es donación de vida, es la posibilidad de experimentar la misericordia, el perdón, la reconciliación y la benevolencia de Dios, con la que somos capaces, a su vez, de vivir donándonos a otros por la caridad.
Por ello, paz interior no significa inacción, impasividad o indiferencia. Sólo la paz del corazón nos capacita para dar amor. Sin ella, no podemos ofrecer nada a los demás, salvo angustia e inquietud.
Aunque la vida cristiana es un constante y doloroso combate espiritual contra el mal, una lucha de purificación y crecimiento, sin guerra, no hay paz y sin paz, no hay victoria.
No combatimos con nuestras fuerzas ni con nuestro pensamientos ni con nuestras capacidades humanas.
Nuestras armas son la fe, la confianza, el abandono y la adhesión total a Cristo. "Y la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús." (Flp 4, 7).
No combatimos con violencia sino con un corazón sereno, tranquilo y lleno de paz, y de esa forma, la gracia de Dios actúa en nosotros.
El Enemigo busca arrancarnos esa paz para alejarnos de Dios y así, vencernos. El Demonio trata de atraernos sutilmente hacia donde puede vencernos: en la agitación.
El auténtico combate espiritual consiste, no en nuestra infalibilidad ni en nuestra falta de tentaciones y caídas, sino en aprender a aceptar nuestros fallos sin desanimarnos, a mantener nuestra paz en nuestras derrotas y levantarnos de nuestras caídas.
El objetivo de nuestra lucha no es conseguir siempre la victoria sobre nuestras debilidades o tentaciones, ni alcanzarla inmediatamente, sino trabajar por la paz (Mt 5, 9), conservar la paz del corazón en toda circunstancia, incluso en la derrota. Sólo así la conseguiremos por la gracia de Dios y el abandono confiado al Señor.
Cómo conseguirla
La paz interior se consigue estando cerca de Dios con la oración, orientando nuestra voluntad a la de Dios, es decir, con pureza de intención, o lo que es lo mismo, buena voluntad.
Pureza de intención es la disposición estable y constante del hombre a amar a Dios sobre todas las cosas y a hacer Su voluntad. Es la condición indispensable para tener paz del alma.
No es la perfección ni la santidad pero es el camino a ellas,por la gracia de Dios. Es dar un sí rotundo e inequívoco a Dios en todas las cosas, grandes y pequeñas.
La fuente de la verdadera paz es la perfecta armonía en nuestra relación con Dios: nuestra buena voluntad de amarla sobre todas las cosas basta para agradar a Dios y por ello, ser llamados "hijos de Dios": "Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9).
La fuente de la verdadera paz es la perfecta armonía en nuestra relación con Dios: nuestra buena voluntad de amarla sobre todas las cosas basta para agradar a Dios y por ello, ser llamados "hijos de Dios": "Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9).
Cómo perderla
La causa principal por la que perdemos la paz interior es la pretensión de obtener todo por nuestros medios en lugar de abandonarnos confiados en manos de Dios. Es decir, la falta de confianza en Dios o en su Providencia.
Otra causa común por la que perdemos la paz es el temor ante ciertas situaciones que nos amenazan y nos afectan personalmente:
Otra causa común por la que perdemos la paz es el temor ante ciertas situaciones que nos amenazan y nos afectan personalmente:
-Materiales: dinero, salud, fuerza, recursos, seguridad.
-Morales: aptitudes, estima, afecto, reconocimiento.
-Espirituales: ausencia o miedo a perder un bien o virtud, temor a caer.
Otras causas son la desesperanza, el sufrimiento, el dolor, la muerte...
Dios permite todas estas circunstancias por la libertad que nos da. Sin embargo, utiliza todo a nuestro favor, incluso el mal y el sufrimiento, aunque muchas veces no alcancemos a comprenderlo.
Dejémonos reconciliar con Dios, dejémonos amar por Dios, dejémonos querer por Dios, dejémonos vivir en la paz de Dios.
Para concluir, San Pablo nos hace un llamamiento:
“Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios”
(2 Cor 5, 20)
Dejémonos reconciliar con Dios, dejémonos amar por Dios, dejémonos querer por Dios, dejémonos vivir en la paz de Dios.