¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.

viernes, 30 de diciembre de 2022

EL LIBRITO ABIERTO DE APOCALIPSIS 10

"Y la voz del cielo que había escuchado 
se puso a hablarme de nuevo diciendo: 
'Ve a tomar el librito abierto de la mano del ángel 
que está de pie sobre el mar y la tierra'. 
Me acerqué al ángel y le pedí que me diera el librito. 
Él me dice: 'Toma y devóralo; 
te amargará en el vientre, 
pero en tu boca será dulce como la miel'. 
Tomé el librito de mano del ángel y lo devoré; 
en mi boca sabía dulce como la miel, 
pero, cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor. 
Y me dicen: 'Es preciso que profetices de nuevo 
sobre muchos pueblos, naciones, lenguas y reinos'"
(Ap 10,8-11)

En la lectura del capítulo 10 de Apocalipsis se nos presenta una escena que habla de un librito abierto en manos de un ángel que está de pie sobre el mar y la tierra. Es el mismo ángel que aparece en Ap 1,9-20 y que tiene rasgos cristológicos, descritos en los primeros versículos (Ap 10,1-3)
  • va envuelto en una nube (referencia al Hijo del Hombre en Dn 7,13)
  • con el arco iris sobre su cabeza (señal de la alianza de la Creación en Gn 9,13 como el arco que empuñaba el primer jinete de Ap 6,2)
  • su rostro resplandeciente como el sol (referencia a Mt 17,2)
  • sus piernas columnas de fuego (apoya sus pies sobre la tierra y el mar, tiene poder sobre toda la creación)
  • grita con un rugido como el de un león (el león de la tribu de Judá, "la voz del Señor ha tronado", referencia a Sal 29,3)
  • en su mano tiene un librito abierto: es el Evangelio, que debe ser leído y proclamado, es decir, profetizado (Ez 2,8-3,1)
El ángel no es Cristo pero tiene sus rasgos porque habla en su nombreTras el rugido del ángel, hablan los siete truenos y Juan quiere escribir de inmediato lo que le han dicho pero una voz le prohíbe hacerlo. Al cristiano le basta con el Evangelio. Los apóstoles Juan y Pablo tienen una visión de Dios que va más allá del Evangelio pero no se les permite contarla (2 Cor 12,2-4). Al cristiano le basta con la gracia.

"Vete y toma el libro". A Juan se le pide que vaya a tomar el libro abierto de la mano del ángel:  Se le da autoridad para coger el libro y leerlo porque está abierto.

'Toma y devóralo" es una referencia a Ez 2,8-3,1: "Ahora, hijo de hombre, escucha lo que te digo: ¡No seas rebelde, como este pueblo rebelde! Abre la boca y come lo que te doy. Vi entonces una mano extendida hacia mí, con un documento enrollado. Lo desenrolló ante mí:
 estaba escrito en el anverso y en el reverso; tenía escritas elegías, lamentos y ayes. Entonces me dijo: 'Hijo de hombre, come lo que tienes ahí; cómete este volumen y vete a hablar a la casa de Israel'. Abrí la boca y me dio a comer el volumen, diciéndome: 'Hijo de hombre, alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy'. Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel.
                                
La Palabra de Dios debe ser devorada (interiorizada) porque ha de ponerse en práctica,  hay que vivirla. Debe ser digerida (asimilada) para que no haya distancia entre el hablar del profeta y la Palabra, para que "sean uno".

"Te amargará en el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel"La dulzura es la misma Palabra de Dios. La amargura (que es doble) se refiere, en primer lugar, a que la palabra "remueve": requiere primero, la conversión del profeta, su purificación, y después, un cambio de vida; y en segundo lugar, será amarga porque será despreciada por muchos, como también el profeta será desechado.

"Es preciso que profetices de nuevo sobre muchos"
El libro abierto tiene que ser profetizado, el evangelio tiene que ser anunciado, pero para ello hacen falta profetas. Profeta es aquel que anuncia la Palabra de Dios con sus palabras y con su vida. Aquel que es capaz de captar lo profundo de la palabra y testimoniarlo no sólo con palabras sino también con hechos.

Juan, al igual que Ezequiel y otros profetas, recibe la investidura profética. Se le da autoridad para anunciar proféticamente la Palabra de Dios.

miércoles, 28 de diciembre de 2022

PERSEVERAR EN LA TRIBULACIÓN

"Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: 
Eloí Eloí, lemá sabaqtaní 
(que significa: 'Dios mío, Dios mío, 
¿por qué me has abandonado?')"
(Mc 15,34)

Es fácil ser cristiano cuando todo en la vida nos va bien, cuando no somos perseguidos o cuando no sufrimos tribulación. Sin embargo, seguir a Cristo no nos hace inmunes al mal, al dolor o al sufrimiento, porque si Cristo fue tentado, probado, odiado, perseguido y atribulado...nosotros también: "Seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará....Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo" (Mt 10,22, 24).

Dice San Pablo que "Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios...y, si hijos, también herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él...Del mismo modo, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8, 14.17.26).

El propósito último de Dios es que seamos transformados más y más a la imagen de Su Hijo (Rm 8,29) por y para Quien creó todo. Esa es la imagen y semejanza con la que Dios nos creó y que perdimos: la santidad. La perseverancia en las pruebas y tribulaciones es parte del proceso que Dios permite para alcanzar nuestra santificación y para lograr nuestro crecimiento espiritual. La prueba demuestra la autenticidad de nuestra fe  y nos conduce a la gloria (1 P 1,6-7; Stg 1,2-4,12).

Dice san Agustín que Dios saca del mal un bien mayor. Sabemos que Dios no es quien nos prueba como tampoco un padre prueba a un hijo ni desea su mal. Dios creó todo bueno porque Él es bueno y no puede alegrarse de nuestros sufrimientos y, mucho menos, ser su artífice. Dios permite la tribulación de la misma forma que un padre permite ciertas situaciones que le sirven a un hijo para obtener un bien mayor. 

Si de algo estoy absolutamente convencido es que a Dios siempre le encontramos en el sufrimiento, aunque pueda parecer que, por momentos, "nos ha abandonado". El mismo Jesús gritó en la cruz:  "Eloí, Eloí, lemá sabaqtaní", "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46; Mc 15,34). 
El lamento desolador de Cristo es una oración sincera y conmovedora recogida del Salmo 22, que surge de lo más profundo del corazón humano de Jesús, dotado de una gran densidad humana y de una riqueza teológica sin parangón. En él expresa una confesión llena de fe y generadora de esperanza, "desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios, proclama una seguridad que sobrepasa toda desolación y se abre a la alabanza del amor misericordioso del Padre, quien ya ha concedido lo que le pide antes de implorarlo

Cuando sufrimos, cuando sentimos dolor o tribulación, clamamos a Dios porque le notamos lejano, incluso, ausente. ¡No somos capaces de verlo! Pero Dios está siempre a nuestro lado, en silencio paciente, aunque el dolor nos impide verlo y sentirlo, porque atenaza nuestro corazón y obnubila nuestra menteLa pregunta es ¿clamo a Dios con fe como Cristo hizo?.

Desde el principio, cuando la humanidad "cayó" al dejarse seducir por la serpiente, Dios anunció el sufrimiento, el dolor y la fatiga que el pecado nos ocasionaría. Pero antes de ello, nos hizo una promesa mesiánica: "Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón" (Gn 3,15). El mal y la muerte no tienen la última palabra. La Palabra de Dios, Cristo, ya ha obtenido la victoria.

Cuando la tribulación nos inunda, cuando la fe decae, cuando la serpiente nos tienta y nos sumerge en la desesperación...somos esos dos discípulos de Emaús...que discutimos entre nosotros por lo que nos sucede (o incluso, culpamos a Dios de nuestras desgracias) mientras somos incapaces de verlo a nuestro lado.

Vamos de camino por nuestra vida peregrina, lamentándonos por nuestras desolaciones, quejándonos por nuestras pérdidas, abatidos y decepcionados por el mal que sufrimos. Una vida, muchas veces, forjada en la pretensión de ver más nuestros objetivos alcanzados, nuestros anhelos realizados y nuestras expectativas satisfechas, que de ver y escuchar al Señor para que nos explique cuál es el propósito de nuestra vida. ¡Nos falta fe para ver a Cristo ayudándonos a cargar nuestra cruz!
El mundo y el Enemigo nos incita a vivir "nuestra" vida lejos del dolor y del sufrimiento, nos tienta a buscar el bienestar y el placer (que no la felicidad plena), tanto, que nos alejamos del mismo Dios sin darnos cuenta, aunque vayamos a misa y nos creamos buenos cristianos. 

Porque sucede que cuando todas nuestras expectativas y deseos se desmoronan, nos quejamos y queremos instrumentalizar a Dios, colocándole dentro de nuestra corta visión humana...para dictarle cómo deben ser las cosas y cuándo debe actuar en beneficio nuestro.

Y es entonces cuando deberíamos preguntarnos en la intimidad de nuestros corazones: 

¿Cuántos días me levanto pensando en cómo voy a afrontar mi jornada, planificando lo que voy a hacer, decidiendo lo que debe ocurrir, corriendo de un lado a otro, quejándome cuando las cosas no me salen como las había pensado y olvidándome por completo de Quien está a mi lado y hace posible todo?

¿Cuántos días me levanto y le ofrezco a Dios mi jornada, mis alegrías y mis penas, mis éxitos y mis fracasos, mis gozos y mis sufrimientos? ¿Doy gracias a Dios o sólo le exijo? ¿Planifico mi vida en torno a Dios o a mis deseos? ¿Le visito, le escucho y le reconozco al partir el pan o me refugio en mi "aldea"? ¿Vivo una vida eucarística o "sobrevivo" una vida mundana? ¿Arde mi corazón o está frío como el cemento?

Perseverar en la tribulación sólo es posible con una fe sólida, con una esperanza confiada, con un amor gratuito que recibo en la Eucaristía. Sólo allí puedo abrir mi corazón y reconocerle; sólo allí arde mi corazón cuando me explica las Escrituras; sólo allí recibo la gracia para afrontar mi dolor y mi sufrimiento en la certeza de que la meta merece la pena. 

Sólo reconociendo a Dios siempre a mi lado y confiando en Él, puedo ver mi sufrimiento, mi dolor y mi tribulación como una prueba en mi camino que Dios permite para que crezca mi fe, mi esperanza y mi caridad. 

Y sólo puedo hacerlo...visitándole en la Eucaristía, el lugar de la presencia de Dios vivo y resucitado, el lugar sagrado donde transformar mi angustia en alabanza y acción de gracias.

"Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, 
estamos en paz con Dios, 
por medio de nuestro Señor Jesucristo, 
por el cual hemos obtenido además por la fe 
el acceso a esta gracia, 
en la cual nos encontramos; 
y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. 
Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, 
sabiendo que la tribulación produce paciencia, 
la paciencia, virtud probada, 
la virtud probada, esperanza, 
y la esperanza no defrauda, 
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones 
por el Espíritu Santo que se nos ha dado" 
(Rm 5,1-5)

JHR

domingo, 13 de noviembre de 2022

¿QUIEN SOY YO...?

"No soy yo el que vive, 
es Cristo quien vive en mí" 
(Gal 2,20)

Los cristianos, a menudo, somos acusados, atacados y criticados, incluso por nuestros seres queridos más cercanos. Pero es importante comprender que nuestra labor no es defendernos de esos ataques, como Jesús tampoco se defendió de quienes le acusaban. 

Si me defendiendo con mis medios naturales y con argumentos humanos, evito que Dios me defienda con sus medios sobrenaturales y con sus argumentos divinos. ¿Quién soy yo para tratar de limitar la obra de Dios?

Porque además, defenderme supone renunciar a la purificación que Dios quiere hacer en mi vida. Él quiere configurarme, modelarme y asemejarme a su Hijo, pasando por la oscuridad del Calvario y de la Cruz para llegar a la gloria de la Resurrección.

Dios en su infinita misericordia, me purifica y me humilla, como Él mismo asumió en su hijo Jesucristo. Yo no puedo buscar la gloria, que sólo a Él pertenece. Por eso, Dios ha querido compartirla conmigo gracias a la redención. ¿Quién soy yo para buscar la gloria que no me corresponde?

Nuestra vida cristiana se desarrolla como los misterios del Rosario: en ella hay gozosos, dolorosos, luminosos y gloriosos pero todos terminan con “gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Cada día vivimos un misterio. He comprendido que toda mi vida no puede ser siempre alegría, sufrimiento o claridad sino que se entremezcla con gozo, dolor y luz... para la gloria de Dios.

Mi vocación como cristiano es ser portador de Cristo. Estoy llamado a irradiar a mi Señor, de forma que sea como un espejo en el que le reflejo para el mundo. No me reflejo yo ni mis méritos. La gloria y los reconocimientos son para Aquel que murió por mi. Y como Juan el Bautista, disminuyo para que Cristo crezca en mí. O como Pablo, muero a mi mismo para que Jesús viva en mí.

Jesús no envió a sus apóstoles a enseñar ideas o teorías abstractas, ni siquiera doctrinas. Les envió a testificar lo que habían visto y oído: la fe en Cristo. Sin embargo, a veces, yo estoy más preocupado en enseñar doctrina, en mostrar ideas, en "hacer" cosas, que en testimoniar a mi Señor y comunicar vida. ¿Quién soy yo para enseñar doctrina?

Para crecer en la vida de Dios, antes debo haber nacido del Espíritu Santo. Para evangelizar y testificar la muerte y resurrección de Cristo, debo presentar a una persona que da vida en abundancia y no una doctrina a cumplir.

Nadie puede cumplir los mandamientos de Dios sin antes conocer al Dios de los mandamientos. Nadie puede ser cristiano si antes no ha experimentado el amor hasta el extremo que ofrece Cristo. ¿Quién soy yo para hablar de oídas, para hablar de Alguien sin haberlo experimentado?

Lo esencial al proclamar a Jesús no es tanto hablar bien de Él, sino dejarle actuar en todas las circunstancias de mi vida con el poder de su Espíritu. El Evangelio no es un conjunto de palabras, ideas o doctrina, es una persona, es “poder y fuerza que vienen de lo alto” y se manifiesta entre nosotros. No sirve de nada hablar maravillas de Él si luego no le dejo actuar a través mío en mi día a día. ¿Quién soy yo para actuar y dirigir según mi razón y mi lógica humanas?

Evangelizar significa proclamar con valentía y eficacia que "Jesucristo vive" con el testimonio de mi propia experiencia y sustentado por el poder del Espíritu Santo.

Toda la lógica y la pedagogía de la fe consiste en aceptar que yo no soy quien dirige la acción, ni controlo la situación ni analizo los resultados. Es Dios quien hace todo.

Toda metodología evangelizadora eficaz consiste en que sea lo suficientemente permeable y dócil para que el Espíritu de Dios actúe y vivir en un Pentecostés constante, en lugar de una racionalización permanente. El mundo está cansado de racionalismos y de teorías literarias. Tiene hambre de palabras vivas y eficaces, tiene sed de Dios.

Es lo que les ocurrió a los dos de Emaús: empezaron a darle una conferencia teológica y cristológica al propio Jesús, a quien ni siquiera reconocían. Le contaron los hechos, palabras y milagros que realizó durante su vida en la tierra. Le narraron su pasión y muerte en la cruz. 

Pero cuando llegaron a la resurrección, no pudieron contar su propia experiencia, su propio testimonio sino que se limitaron a repetir lo que unas mujeres decían que unos ángeles habían dicho.

En la vida de un creyente ocurre algo parecido. Oímos a otros repetir lo que los hagiógrafos han escrito, lo que teólogos han definido, lo que los santos han dicho o lo que aprendieron en sus clases, pero no su experiencia real de la resurrección de Cristo. 

Todos los cristianos estamos llamados a ser testigos de lo que predicamos, a experimentarlo en nuestras propias carnes, en nuestras propias vidas, porque si no ¿Qué sentido tiene repetir como papagayos lo que hemos aprendido, oído o leído pero no hemos vivido?

Muchas veces trabajamos a la luz de las velas del altar en lugar de hacerlo con la luz poderosa de quien se encuentra en el centro del altar: Jesucristo, la “luz del mundo”.

Un verdadero cristiano, un verdadero evangelizador testimonia personalmente su propia experiencia de salvación, y da fe de que Jesucristo ha resucitado y está vivo porque ha tenido un encuentro personal con Él y por eso, “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20).

Un verdadero cristiano, un verdadero evangelizador no habla de Jesús sino que lo presenta vivo ante los que le escuchan, alumbra a otros con su testimonio de vida para que Cristo les deslumbre con su gloria y así le reconozcan. ¿Quién soy yo para intentar equipararme a mi Maestro?

No se trata de lucirme ante los demás ni de mostrarme a mí para deslumbrar al mundo sino de mostrar a Cristo para que Él ilumine el camino. Y para ello, debo dejar que Él viva en mí, dejar que se haga presente y actúe en mí vida.

¿Quién soy yo? 

"Siervo inútil, he hecho lo que tenía que hacer
(Lc 17,10)

"Esclavo que obedece a Cristo y a mis jefes con respeto y temor, 
con la sencillez de mi corazón. 
No por las apariencias, para quedar bien ante los hombres, 
sino como esclavos de Cristo que hacen, de corazón, lo que Dios quiere, 
de buena gana, como quien sirve al Señor y no a hombres"
(cf. Ef 6,5-7; Col 3,22-23)

sábado, 12 de noviembre de 2022

ENTRAR EN ESPACIO SAGRADO

"Porque esto dice el Alto y Excelso, 
que vive para siempre y cuyo nombre es 'Santo':
Habito en un lugar alto y sagrado, 
pero estoy con los de ánimo humilde y quebrantado, 
para reanimar a los humildes, 
para reanimar el corazón quebrantado" 
(Is 57,15)

Nuestra vida se desarrolla en una dimensión espacio-temporal en la que suceden acontecimientos de muy diversa índole, que la conforman cualitativamente según sea el lugar que pisemos y el momento que vivamos en espacio sagrado o profano

Aunque esta sociedad descristianizada intenta trivializar o desvirtuar todo tipo de sacralidad o religiosidad y de eliminar toda manifestación de la presencia de Dios en el mundo, los cristianos sabemos muy bien diferenciar los espacios sagrados de los profanos.

Espacio sagrado es el lugar donde Dios habita, se manifiesta y se comunica con nosotros; donde realizamos nuestros cultos y ritos, sacrificios u ofrendas a Dios; donde erigimos imágenes que representan "lo santo"; donde contemplamos y escuchamos a Dios vivo y resucitado; y donde entramos en comunión con nuestro Padre y con nuestros hermanos. Y por lo general, lo componen nuestras catedrales, iglesias, santuarios, ermitas...

Sin embargo y por desgracia, muchos de estos espacios sagrados han perdido su identidad y han visto limitado su significado porque los propios sujetos religiosos los hemos "desacralizado", los hemos "despojado de gracia"...quizás sin darnos cuenta, poco a poco, de forma paulatina, o quizás por costumbres adquiridas...

Nuestras catedrales y nuestras iglesias se han transformado en espacios culturales para visitar sus obras, en zonas recreativas para fiestas o reuniones de amigos o músicos, en lugares públicos para realizar bautizos, bodas, comuniones o funerales más como eventos sociales que celebraciones religiosas, de tal manera que se ha perdido la capacidad de experimentar la sobrecogedora presencia y excelsa manifestación de Dios en una adoración al Santísimo, en una Eucaristía, en una confesión.. y entre todos, hemos convertido lo sagrado en profano.
El modo de comportarnos, lo que hacemos, lo que vivimos, hacen de un lugar un espacio sagrado o profano. Sin embargo, ocurre que sucumbimos, con cierta frecuencia y facilidad, a la tentación de trastocar el orden y el sentido de los espacios, de forma que pretendemos situar lo sagrado en lo profano, de hacer real lo virtual o incluso de profanar lo sagrado...

Porque no es lo mismo tener una imagen de la Virgen María en mi móvil que venerarla en un santuario mariano; no es lo mismo rezar el Rosario o el Ángelus en una iglesia que "virtualizarlo" en un grupo de WhatsApp; no es lo mismo "ver" misa a través de YouTube que celebrarla en mi parroquia

Todo eso no es en sí mismo malo. Todo eso me conecta pero no me relaciona ni me hace entrar en comunión con lo sagrado. Conexión no es lo mismo que Comunión.

Tampoco es lo mismo mi comportamiento, mi forma de ser y estar, o mi forma de vestir o de actuar en una oficina, en un gimnasio o en un bar que en una catedral, en una parroquia o en un santuario.

Por ejemplo, cuando acudimos a celebrar misa, desde luego, no se nos ocurre fumar dentro de la iglesia. Y no lo hacemos, no ya por motivos de seguridad (riesgo de incendio) o de salud (riesgo de enfermedad) o de protocolo (riesgo de ridículo), sino por una actitud de respeto y recogimiento con la que marcamos una diferencia, un frontera que distingue un lugar, un tiempo, un objeto diferente, relevante y sagrado de otros comunes, irrelevantes o profanos.

Tomamos conciencia de un "Algo" superior, distinto, sagrado o numinoso, que se manifiesta, que nos sobrecoge y nos sobrepasa, que nos produce respeto, veneración y fascinación.
El espacio sagrado es para nosotros un lugar, un momento y una manera diferente de "estar en el mundo". Para un cristiano, la experiencia de lo sagrado no sólo trata de "creer y practicar" sino de estar en permanente discernimiento, en continua tensión para vivir una vida distinta a la común.

Se trata de vivir una "vida cristiana", una vida sacramentalizada, una vida eucarística inclinada y dirigida a nuestra plenificación, a nuestra santificación. 

Dios nos llama no sólo a ser imagen y semejanza suya, sino a estar en amistad con Él, en comunión con Él, a entrar en Su "espacio sagrado", en Su vida, en Su reino.

jueves, 10 de noviembre de 2022

DIOS NO PIDE RESULTADOS SINO FIDELIDAD

"
Bendito quien confía en el Señor 
y pone en el Señor su confianza. 
Será un árbol plantado junto al agua,  
que alarga a la corriente sus raíces; 
no teme la llegada del estío, 
su follaje siempre está verde; 
en año de sequía no se inquieta, 
ni dejará por eso de dar fruto" 
(Jr 17,7-8)

Vivimos en un mundo resultadista, volátil y deshumanizado que obliga a que cualquier actividad humana gire en torno a la especulación y los cálculos, a la búsqueda desesperada del éxito y el beneficio. 

Nos pasamos la vida "invirtiendo", "calculando", "haciendo números", con el único propósito de "cosechar frutos", de obtener resultados, de ganar "dividendos"...y lo mismo ocurre, a veces, en la vida espiritual.

Cuando mi vida espiritual se convierte en activismo, dejo de "ser" para "hacer", confundo medio con fin, me pongo yo mismo al frente e impido que suceda lo importante: dejarme hacer por Dios. Es la tentación del "yo, a lo mío" o como decía Frank: "I do it my way".

Cuando mi vida espiritual se convierte en resultadismo, me pierdo los matices del camino, dejo de disfrutar del viaje, malgasto energías y descuido mi motivación profunda: dejarme guiar por Dios. Es la tentación del "fin justifica los medios" o como decía Gollum: "Mi tesoro".

Cuando mi vida espiritual se convierte en autosuficienciame separo del agua viva de los sacramentos y el árbol de mi fe se seca y no produce fruto: dejo de estar en presencia de Dios. Es la tentación del "yo puedo solo" o como decía Obama: "Yes, we can".

Cuando mi autosuficiencia me conduce por el activismo resultadista estoy más pendiente de "hacer" que de "dejarme hacer", de "buscar" que de "dejarme encontrar", de los "números" que de la "Letra" que me dice: "Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad" (2 Cor 12,9). O: "el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5)

Solemos escuchar a menudo a otros cristianos rezar y pedir insistentemente a Dios por los resultados de "su" vida (salud, trabajo, familia, dinero...) o por el éxito de "su" actividad evangelizadora, o por los frutos de "su" retiro...

…es como pedirle al capitán de la barca que reme por nosotros, mientras nosotros nos encargamos de llevar el timón para apuntarnos el mérito de llegar a buen puerto.

...es como pedirle a nuestro padre que estudie por nosotros y nos haga los "deberes" (o el examen) para luego vanagloriarnos de una "buena nota" en el colegio.

La gracia de Dios que produce fruto no se recibe por los méritos ni se basa en los resultados, no trata de currículos ni de capacidades, no va de experiencia ni de veteranía. No se recibe sólo por el hecho de pedirla, ni tampoco porque Dios nos pida resultados...

Para dar fruto no tengo que hacer nadaNo tengo que pedir...tengo dar. Adoptar una actitud confiada y dócil junto a una disposición fiel para recibir la gracia y para saber utilizarla. 
Es hacer lo mismo que hacen las plantas, dirigirse al sol y buscar agua; es hacer lo mismo que hacen los esposos, ser fieles; es lo mismo que hacen los niños, confiar plenamente en su padre. Y nosotros somos los sarmientos de Cristo, la esposa y los hijos de Dios. 

Dice san Agustín: “El que te creó a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti". Así es: Dios me ha creado con unos talentos que tengo que poner en funcionamiento, que tengo que poner a "rendir", que tengo que poner al servicio de los demás... "para la gloria de Dios, bien de las almas y mi propia santificación". 

Dios planta en mi la semilla de su Palabra, en mi corazón, en un encuentro con Cristo resucitado, en un retiro espiritual..pero la semilla necesita madurar a través de una vida eucatistia para dar fruto.

Se trata de confiar y no de exigir a Dios, de abandonarme a Su gracia y no de instrumentalizarla, de saberme débil y necesitado de Él; de poner las capacidades que me ha dado al servicio de los demás; y dejar que Dios haga el resto, o sea, todo. O dicho de otra forma: "dejar a Dios ser Dios".

Dios no necesita ser motivado ni interpelado por mí para que se produzca fruto. Es, más bien, todo lo contrario: soy yo quien necesita que Dios me motive para dar fruto. ¿Cómo lo hace? Amándome y esperando que me deje amar por Él. Sólo así maduraré y daré fruto.

viernes, 4 de noviembre de 2022

¡AHORA HA VENIDO "ESE" HIJO TUYO...!

"Hace tantos años que te sirvo, 
y jamás dejé de cumplir una orden tuya, 
pero nunca me has dado un cabrito 
para tener una fiesta con mis amigos; 
¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, 
que ha devorado tu herencia con prostitutas, 
has matado para él el novillo cebado!" 
(Lc 15,29-30)

¡Ahora ha venido ese hijo tuyo...! Es lo que le dice el hijo mayor de la parábola al Padre, al regresar su hermano (Lc 15,30). No dice "ese hermano mío" sino "ese hijo tuyo...", una expresión despectiva que parece hacerse eco de otra similar: "La mujer que me diste..." (Gn 3,12). El hombre, cuando se siente "destronado" o "interpelado", siempre se excusa y culpa a Dios.

Las palabras del evangelio de Lucas muestran una terrible realidad que muchos, que hemos estado alejados y hemos regresado arrepentidos a la Iglesia, sufrimos con frecuencia: las miradas de recelo y desprecio de algunos de nuestros "hermanos mayores" por recibir la gracia de Dios. Incluso le increpan por alegrarse y recibirnos con una fiesta.

Desgraciadamente, algunos que se consideran a sí mismos justos y fieles, conciben la casa de Dios como algo propio y exclusivo en la que ellos deciden dónde, cómo, cuándo y quién puede recibir la gracia divina. Parecen decirle a Dios cómo ser Dios y qué debe hacer.

Pero el Señor mismo les contesta en otro pasaje del evangelio con la parábola de los jornaleros de la viña: "¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?" (Mt 20,15). Dios es bueno y aunque creó al hombre bueno, éste siempre cae en la tentación de ser malo.

El Ca­te­cis­mo de la Igle­sia Ca­tó­li­ca dice que la en­vi­dia es la tris­te­za que se ex­pe­ri­men­ta ante el bien del pró­ji­mo y el de­seo des­or­de­na­do de apro­piár­se­lo. Y el diccionario afirma que el término "envidia", que proviene del latín in- "poner sobre" y videre, "mirada", es decir, poner la mirada (malintencionada) sobre algo o alguien, "ver mal", con maldad o con "mal ojo", es justamente el sentido que Dios nos enseña en estas parábolas y que quiere que evitemos. 

Sin embargo, ni la envidia del hermano mayor ni la de los trabajadores tempraneros proviene sólo por su errónea idea de "injusticia retributiva" de Dios, sino por la alegría del "hijo resucitado" y por el hecho de que los jornaleros tardíos reciban el mismo salario al final del día.

Y es que estos "hermanos mayores" no llegan a comprender cómo es Dios realmente y cuán infinita es su misericordia y su bondad. No son capaces de ver...o, peor aún, "ven con maldad"...porque los celos les ciegan y la envidia les envenena. No comprenden que Dios no paga ni premia por nuestros méritos, sino porque Él es Amor... gratuito, infinito y para todos.
Esa incapacidad para alegrarse por la gracia divina derramada sobre otros, les lleva por celos a clericalizarse, a "farisearse", a sentirse orgullosamente superiores, a apropiarse de Dios y a proclamarse a sí mismos "dueños exclusivos de la gracia". 

La envidia es una actitud pecaminosa que tiene su origen en el orgullo y la soberbia, que conduce a prejuzgar y a difamar a nuestro hermano (en realidad, a "asesinarlo" ), que va en contra de la unidad de la Iglesia y que es "el pe­ca­do dia­bó­li­co por ex­ce­len­cia", según San Agustín, pues trata de alejarnos de la comunión con Dios y con los demás, buscando la división en el seno de Su familia, como hace también en el de la familia humana. 

¡Cuánto nos cuesta alegrarnos del bien ajeno! ¡Cuánto nos cuesta reconocer y apreciar la dignidad y los derechos de los demás como hijos del mismo Dios! ¡Cuánto nos cuesta "compartir" a Dios con otros! 

Sí, queremos a Dios para nosotros solos, pero en realidad, lo hacemos por un sentido egoísta de propiedad y no porque le amemos de corazón. ¡Estamos muy lejos de Él, aunque Él esté cerca de nosotros!...como el hijo mayor de la parábola.

El Señor nos advierte: "Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas" (Juan 10, 11).  "Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial. [Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido.] …No es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños" (Mt 18,10-11.14).

Si nos fijamos bien en todas las parábolas llamadas "de la Misericordia" (el hijo pródigo, los trabajadores de la viña, la oveja extraviada, el dracma perdido...), Dios siempre nos invita a la alegría y el gozo. Y por ello, nosotros los cristianos, ¿no deberíamos alegrarnos junto con el Señor porque encuentre a las ovejas descarriadas, a las monedas perdidas o al hijo "que estaba muerto"? (cf. Mt 18, 12-13; Lc 15,8-10).

La memoria de Dios sobre cada ser humano, el pensamiento amoroso que somos cada uno de nosotros, debería hacernos recapacitar sobre el riesgo de no perdonar (Mt 6,15), de ser rencorosos y olvidar -abandonar- el amor (Ap 2,4-5)…Porque sin amor, "nada somos" (1 Cor 13).

Dice el Ca­te­cis­mo de la Igle­sia Ca­tó­li­ca que la en­vi­dia es la tris­te­za que se ex­pe­ri­men­ta ante el bien del pró­ji­mo y el de­seo des­or­de­na­do de apro­piár­se­lo. Así pues, el gozo por el bien de nuestro prójimo sólo puede darse por un deseo ordenado y desinteresado que mire con los mismos ojos misericordiosos de Dios, o con la misma mirada tierna de Cristo, que no busca envidiar ni apropiarse sino enamorar y entrar en comunión.

Sigamos la invitación de san Pablo: "Que la esperanza os tenga alegres" (Rm 12,12). "No seamos vanidosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros" (Gal 5,26). O la del rey David: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Sal 118,1). 

Así pues, la alegría debe ser la razón de nuestra esperanza en las promesas de Cristo y el agradecimiento, la actitud de nuestra confianza en la misericordia de Dios. 

Alegrémonos de la gracia que Dios derrama en otros hermanos, no por el aprecio insignificante que los hombres damos a una oveja frente a cien o a una moneda frente a diez, sino por el inmenso valor que tenemos todos y cada uno de nosotros para Dios.


"Alegraos, justos, y gozad con el Señor" 
(Sal 32, 11)

domingo, 16 de octubre de 2022

ENTENDER LA APOCALÍPTICA

"Revelación de Jesucristo,
que Dios le encargó mostrar a sus siervos
acerca de lo que tiene que suceder pronto.
La dio a conocer enviando su ángel a su siervo Juan,
el cual fue testigo de la palabra de Dios
y del testimonio de Jesucristo de todo cuanto vio"
(Ap 1,1-2)

Con frecuencia, tendemos a confundir conceptos como escatología, profecía y apocalíptica, y a mezclarlos como un mismo modo de entender los oráculos y las visiones de los autores bíblicos. Se suele atribuir a la apocalíptica profecías sobre calamidades, desastres y cataclismos referidos a tiempos futuros que nos impiden comprender e interpretarla de forma correcta la Sagrada Escritura.

La escatología (del griego ἔσχᾰτος =éschatos: último, y λόγος=logos: "estudio") es el estudio de las "realidades últimas",​ es decir, la muerte, la parusía o segunda venida de Cristo, el Anticristo, el Juicio final, la resurrección de los muertos y la vida eterna.

La profecía (del latín prophetīa, y este del griego προφητεία, o también φαινος= aparición) es la transmisión de la voluntad divina a los hombres a través de "videntes" (ro'eh), "visionarios (hozeh) o portavoces (nabí, profetés). La profecía va de la boca de Dios al corazón del hombre. Recibida, aceptada y acogida por el profeta, éste la expresa, la proclama y la transmite, primero de forma oral y luego, por escrito.

La apocalíptica (del griego apokálypsis =revelación y apokalyptein =quitar el velo, desvelar, retirar el velo, descubrir, desnudar) no predice sucesos futuros desconocidos sino más bien da a conocer aquello que a los ojos humanos resulta desconocido e impenetrable, no tanto porque se refiera a un futuro inaccesible, sino más bien porque pertenece a la profundidad, al misterio mismo de la creación querida por Dios y de la historia guiada por él.  Tampoco debe ser interpretada de forma literal.

Origen
La apocalíptica es un género de literatura teológica (bíblica y apócrifa) cuyo origen se remonta al ambiente histórico-espiritual del judaísmo tardío de la diáspora alrededor del s. II a.C., resultado de la combinación de la sabiduría bíblica y de la evolución de la profecía utilizada por algunos autores veterotestamentarios (Isaías 24-27; 33; 34-35; Ezequiel 2:8-3;3:38-39; Zacarías 12-14; Joel 2; Daniel 1-12) y apócrifos (Henoc; IV Esdras; II Baruc), y que alcanza su máxima expansión durante el período intertestamentario hasta su culmen con el Apocalipsis de San Juan, el último libro de la Sagrada Escritura.

Teología
La apocalíptica nace con una teología propia y siempre en un entorno hostil o de persecución hacia la fe y hacia el pueblo de Dios, que corre el riesgo de desaparecer, pero que espera con  confianza absoluta en el poder de Dios, y en su intervención directa y definitiva en la historia universal. No anhela una mejoría de la historia sino que ésta llegue a su fin: un mundo nuevo que traiga la salvación definitiva por parte de Dios.

En la apocalíptica, la verdad "sellada o escondida" es revelada a los hombres por la mediación de seres pertenecientes al mundo divino que la "abren" al mundo terreno y que muestran que la realidad va más allá de lo visible. La apocalíptica habla del pasado y del presente en futuro ante la inminente llegada del "día del Señor" anunciada a lo largo del profetismo veterotestamentario.

La apocalíptica no es tanto historia del pasado como revelación que acredita y testimonia cosas inmediatamente futuras, o mejor dicho, ya emergentes en el presente: el suceso futuro y el pasado están estrechamente vinculados entre sí pero no de forma cronológica o espaciotemporal sino teológica, espiritual, mística.

El interés del autor apocalíptico no se dirige al cosmos (foco de búsqueda en el mundo griego antiguo), sino a la historia en su globalidad, captada como un todo unitario. El apocalíptico sabe hacia dónde va la historia, cuál es su cumplimiento porque lee e interpreta el pasado en relación del futuro que viene ya determinado, desde la creación hasta el día de Yahvé, por el plan salvífico de Dios.
La apocalíptica se orienta de forma radical hacia la historia: los hechos y procesos cósmicos le interesan solo por lo que significan en orden a juzgar el curso de la historia. La revelación apocalíptica no se focaliza en el espacio celeste, sino en el tiempo de la historia terrena ofreciendo una visión total y global de ésta, pero no en la historia de un solo pueblo, sino en la de todos los pueblos, en la ‘de toda la humanidad', la apocalíptica piensa en términos de historia universal.


La apocalíptica afirma constantemente la realidad de dos "eones": el eón presente, el de los dolores, el mal, la injusticia, la impiedad, el pecado, al que le seguirá, mediante una ruptura victoriosa, el eón futuro, el de la alegría, la vida para siempre, la felicidad, el mundo de la comunión con Dios.

Presenta una lucha cósmica que marca la historia y que no es combatida por los hombres, sino que se da entre Cristo y Satanás, en la que Dios vence (ya ha vencido) y somete para siempre a la potencia satánica creando un mundo nuevo para los justos.  

El hombre no puede hacer nada en esta lucha. Tan sólo soportar, perseverar y esperar el fin de la tribulación y del mal. Pero no se trata de una actitud pasiva, porque la espera, los sufrimientos y el martirio del creyente constituyen una fuerza histórica que mueve el corazón misericordioso de Dios y le empuja a acelerar el final por amor a los elegidos.

Similitudes y diferencias con la profecía
A diferencia de la profecía que se recibe mediante oráculos y se expresa mediante la palabra, la apocalíptica lo hace a través de visiones extáticas, sueños, arrebatamientos y traslados a otros lugares. 

Son frecuentes las apariciones de seres celestiales, mediadores de la revelación y mensajeros de la voluntad de Dios: los ángeles.

También es característico el uso predominante de los símbolos como medios para expresar lo inexpresable y como portadores de una gran polivalencia de significados y de interpretaciones. Y dentro de la simbología cobran especial relevancia las cifras, los colores, los animales, los fenómenos cósmicos, las imágenes...
Aunque en la apocalíptica, la escatología prevalece sobre la predicación y el futuro predomina sobre el presente, profecía y apocalíptica son dos revelaciones que se entrecruzan. Toda profecía se halla reco­rrida transversalmente por la apocalíptica y toda apocalíptica hunde sus raíces en el interior de la profecía. 

La apocalíptica no es, por tanto, un lugar donde encontrar previsiones catastróficas del futuro. Como la profecía, nos habla de Dios, pero mientras que ésta nos cuenta la relación de Dios con un momento preciso de la historia, con los personajes, con un pueblo concreto, la apocalíptica muestra la relación de Dios con la creación en su totalidad y con la historia universal.

viernes, 7 de octubre de 2022

¿SOY LUZ O ME LUZCO?

"Vosotros sois la luz del mundo...
 Brille así vuestra luz ante los hombres, 
para que vean vuestras buenas obras 
y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos" 
(Mt 5,14.16)


El mundo vive en oscuridad y sumido en las tinieblas. Está ciego y necesita luz. Pero existe una gran diferencia entre iluminar y lucirse, entre alumbrar y deslumbrar, entre brillar y sobresalir. 

Iluminar es brillar reflejando la luz más grande que es Dios. Sin embargo, deslumbrar es tratar de sobresalir poniendo los focos en uno mismo.

Ser luz es arder con el fuego del Espíritu a pesar de las dificultades o los problemas. Lucirse, sin embargo, significa tratar de sobresalir pero permaneciendo en la oscuridad.

El capítulo 5 del evangelio según san Mateo nos recuerda que nuestra principal misión cristiana es ser luz del mundo, y continúa el capítulo 6, mostrándonos la diferencia entre ser luz y lucirse, entre hacer las cosas de forma correcta o incorrecta a los ojos de Dios, entre cumplir el mandamiento del amor o no hacerlo.

El Señor denuncia la actitud hipócrita y falsa de muchos que se llaman cristianos (y no lo son) y nos invita a tener una actitud coherente y auténtica a través de las tres principales obras de caridad: limosna (Mt 6,1-4), oración (Mt 6,5-6) y ayuno (Mt 6,16-18).

Limosna 
Por tanto, cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. 
Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; ¡así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. 
Lucirse: es una actitud hipócrita que busca auto promocionarse, "hacer ruido" con sones de trompeta para "venderse" con el único propósito de ser admirado. Es hacer cosas para ser visto por otros, es hacer alarde de nuestras obras buscando el reconocimiento de los demás. Es buscar el resultado egoísta y la propia gloria como recompensa... y no la de Dios.

Ser luz: es tener a Dios como público, es decir, hacer cosas para Dios, asemejarse a Él cumpliendo su voluntad en secreto, sin fuegos de artificio, con sinceridad y autenticidad, de corazón a corazón. Es reflejar el amor de Dios. Es hacer el bien sin que la mano izquierda sepa lo que hace la mano derecha.

Como practicar la limosna: se trata de dar sin esperar nada a cambio, de compartir con otros lo que tenemos, de entregar los dones que Dios nos ha regalado. No es sólo compartir dinero sino también tiempo, capacidades y talentos con otros. El Señor nos habla de desapego, de entrega y de imitación de la gratuidad de su amor divino.
Oración
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. 
Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará. Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis.
Lucirse: es "darse bombo", es hacerse oír para fascinar a por otros. Es decir cosas grandilocuentes para ser admirados por otros, es hacer alarde de nuestro "saber" buscando la propia fama como recompensa... y no la de Dios.

Ser luz: es tener a Dios siempre presente, es decir, tener una relación profunda, personal y continua con Él, en intimidad. No podemos ser luz para el mundo si no nos dejamos iluminar por el Señor, si no nos dejamos amar por Él, si no le escuchamos o hablamos con Él.

Como practicar la oración: se trata de establecer un relación confiada y sincera con Dios. Ante su grandeza no podemos ser falsos ni dudosos. Es hablar de tú a tú, de hijo a Padre, con plena confianza y sin excesivas elocuencias o grandes frases, porque a Dios no tenemos que impresionarle. Él nos ama con independencia de lo que hagamos o digamos y sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos.
Ayuno
Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará.
Lucirse: es caer en el "victimismo", desfigurar nuestra propia imagen o "guardar luto" con el propósito de "dar pena" para tener a otros a nuestra disposición. Es poner "cara de acelga" o "hacer aspavientos" para que los demás vean nuestro (falso) sufrimiento, pues lo hacemos por nosotros y no por Dios ni por los demás.

Ser luz: es dejar nuestras comodidades y darnos a los demás, pero con alegría, determinación y entrega generosa. Una verdadera contrición de corazón no significa tristeza sino hacer nuestras las necesidades y preocupaciones de otros. No se trata de escenificar nuestro servicio y entrega con gestos externos sino de  ser "empáticos" siendo "simpáticos".

Como practicar el ayuno: Es despojarse de lo que nos agrada o satisface para ofrecérselo a Dios y hacerlo por el bien del prójimo. Es interceder por otros, es mostrar a Cristo asemejándose a Él, entregarse libre y humildemente. Es darse, es "desvivirse", es morir por otros: ¡No hay amor más grande! (Jn 15,13).


¿Soy luz para otros o pretendo lucirme para mí?