"La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias,
no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales...
Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar
se convierte en autorreferencial y entonces se enferma".
Papa Francisco
La Iglesia se ha vuelto autorreferencial y ha enfermado, envejecido
y va inexorable hacia la muerte, pues ya no glorifica a Cristo sino a sí misma. Se ha
convertido en un sanatorio, en una casa de dolor, un dolor institucional y
colectivo, pero también individual.
La Iglesia ha de
ser reconstruida, debe ser sanada y el primer paso para curarse es reconocer el
dolor. El dolor nos hace darnos cuenta de que algo va mal y por eso, acudimos
al doctor, quien nos pide que le describamos el dolor, que se lo confesemos.
Confesar los
síntomas y reconocer que algo va mal en la Iglesia no es ir contra ella. Más
bien al contrario, es preocuparse por diagnosticar el dolor y poner todos los
medios para curarlo.
El padre Mallon en su libro "una renovación divina" nos enumera los síntomas de dolor que padece la Iglesia:
Declive familiar.
Lo encontramos al ver como tantos familiares, hermanos, padres, hijos y nietos, se apartan de la Iglesia y de la fe en Dios.
La familia biológica y la familia de fe han dejado de ser la misma cosa. Y nos
preguntamos ¿qué hemos hecho mal?
Sinceramente no lo
sabemos. Hemos hecho con nuestros hijos que lo mismo que nuestros padres con
nosotros pero nadie nos ha avisado que las reglas han cambiado.
Ni siquiera lo saben los
sacerdotes, que no han sabido reconocer los síntomas y hacer sonar las alarmas,
que no han sabido ver “la fiebre”, prueba inequívoca de infección. Y todo esto
causa dolor.
Declive institucional.
Es el resultado de la pérdida de
muchas de las instituciones de la Iglesia que formaban parte de su identidad y
eran motivo de orgullo.
Es patente el declive de la institución en su labor
social y caritativa con la pérdida de numerosas obras de misericordia
corporales y espirituales.
Antaño se alimentaba a los hambrientos en comedores,
se acogía a los abandonados en orfanatos, se educaba a los analfabetos en
colegios, escuelas y universidades y se cuidaba a los ancianos y enfermos en
residencias y hospitales.
Declive parroquial.
Lo encontramos en el colapso de las estructuras parroquiales: cierre de
parroquias, fusiones de parroquias, etc.
Es verdad que la Iglesia son las
personas y no los edificios, pero cerrar una iglesia es siempre algo trágico y
nos duele, aunque podamos racionalizar el hecho aludiendo a la mejora
administrativa, económica o al descenso del número de sacerdotes para
dirigirlas.
No cabe duda de que es consecuencia de que la Iglesia no está sana
ni crece.
Declive de confianza y credibilidad.
Viene reflejado en el dolor de
los fieles, sacerdotes, laicos y religiosos a causa de los devastadores
escándalos sexuales de abuso de niños por parte de sacerdotes.
Y aunque estos
crímenes de abusos sexuales han sido perpetrados por una pequeña minoría de
individuos, la comunidad entera se resiente, cuando una parte del cuerpo sufre,
todos sufren.
Declive sacerdotal.
Es consecuencia de la pérdida de
credibilidad y el sentimiento de vergüenza que pende sobre la cabeza de cada
sacerdote por causa de los que han cometido los delitos, los han encubierto o los
que no han actuado contra ellos, genera dolor crónico y persistente en el seno
de la Iglesia.
Un dolor que se
exterioriza en la acusación generalizada de asociar a la figura del sacerdote como un “pedófilo”. Una acusación del todo infundada, inmerecida y no
deseada, pero real y que lleva a muchos sacerdotes a experimentar una gran
vergüenza por su identidad difícil de mitigar.
El dolor sigue ahí,
como una migraña persistente y sorda y el daño perdurable causado en tantos
frentes por la tragedia, continua siendo una fuente de dolor que siempre está
presente.
Declive identitario.
A tanto a nivel individual, por parte de la iglesia, que se ha dedicado a
conservar lo que tiene como si de un club privado se tratara, y colectivo, por
parte de los parroquianos, quienes continuamente quieren hacer constar su deseo
de que todo siga igual.
No obstante,
existen algunos curas que trabajan en las trincheras y se aferran
desesperadamente a la pasión que les hizo un día elegir el “dejarlo todo” y
hacerse sacerdotes, y que sólo reciben tiros por todas partes.
Ellos (y algunos
“laicos locos”) son los que mantienen viva la llama de la fe encendida en sus
corazones, quienes todavía anhelan y se esfuerzan, con gran coste personal,
para que llegue la renovación.
El
sacerdote involucrado en la renovación parroquial se encuentra ante un dilema estresante
y de difícil solución: se halla atrapado entre un obispo que no está por la
labor de renovar sino de "mantener todo funcionando y abierto ", su
propio sentido del deber misionero y unos parroquianos extremadamente exigentes
que quieren hacer constar que esperan que nada cambie y que quieren jugar la
nueva competición con las reglas del pasado.
Se trata de una
experiencia muy dolorosa basada en la sensación de ser "carne fresca para los leones". El sacerdote se ordena
para ofrecer su vida en sacrificio pero no a una máquina hambrienta y
autorreferencial que vive en sí, de sí y para sí.
Es el dolor del
sacerdote de cuestionarse para qué
entregó su vida si se ve forzado a desarrollar una teología personal que
racionalice la falta de fruto, la falta de salud, la inexorable decadencia y la locura de hacer una vez y otra vez las
mismas cosas esperando resultados diferentes.
Con todos los
sueños de renovación rotos, el
ministerio pastoral consiste simplemente en ser un loco por Cristo y
quedarse al pie de la cruz para así poder encontrar algún significado a su
sufrimiento de ver a su Iglesia enferma y en decadencia.
¿Qué opciones les
quedan a los sacerdotes?
1.
ABANDONAR QUEDÁNDOSE.
Dejar
escapar todo vestigio de pasión, celo o idealismo. Perdida la esperanza de toda
posibilidad de renovación y atados por el miedo, se quedan en sus puestos (como
Denethor, en El Señor de los Anillos).
Cumplen
con sus tiempos de servicios hasta la jubilación porque no tiene otra opción.
Se han resignado a la inevitable decadencia y muerte.
El
papa Francisco, en la Evangelii Gaudium, los define como una forma de
“mundanidad” que “…prefieren ser
generales de ejércitos derrotados, antes que simples soldados de un escuadrón
que sigue luchando”.
2.
LUCHAR QUEDÁNDOSE.
Aferrarse
a la visión, al celo y a la pasión que le sedujeron al ordenarse para
entregarse. Es todo un combate cuerpo a cuerpo cuya clave es la lucha por la
esperanza.
Es
una batalla donde no debe olvidarse que la Iglesia es un regente, un senescal,
un administrador que espera el Retorno del Rey para reclamar lo que es suyo.
Es
una pelea contra la visión distorsionada y parcial de la realidad con la que el
Diablo nos confunde y nos manipula hacia la pérdida de la esperanza (Igual que
Denethor confundido por Sauron).
El
dolor personal sin esperanza no lleva a la vida sino que se la lleva. El dolor
de la Iglesia necesita ser verbalizado en el contexto de la fe y así convertirlo
en sufrimiento, que es el dolor con el que luchamos, pero con esperanza porque
puede ser redimido.
"Una renovación divina"
P. James Mallon