¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.

jueves, 27 de mayo de 2021

NECESITAMOS FORMACIÓN

"¿Hasta cuándo, ignorantes, amaréis la ignorancia,
y vosotros, insolentes, recaeréis en la insolencia,
y vosotros, necios, rechazaréis el saber?
Prestad atención a mis razones,
derramaré mi espíritu sobre vosotros,
quiero comunicaros mis palabras"
(Pro 1,22-23)
Hace algún tiempo, en un retiro de Emaús, me regalaron una pulserita verde que siempre llevo en mi muñeca y en la que está escrita una inscripción de San Alberto Hurtado que dice: "¿Qué haría Jesús en mi lugar?" 

Reconozco que esta pregunta me ha sacado de mi ignorancia, de mi insolencia y de mi necedad anteriores. Sin duda, ha sido una gran ayuda colocarme en el lugar de Cristo para saber cómo obrar en cada momento, sobre todo, cuando le sirvo, en el ámbito de la evangelización

Pero ¿Cómo responder a la pregunta si no conozco a fondo a Cristo? ¿Cómo discernir lo que Jesús haría en mi lugar si no tengo una relación lo suficientemente estrecha como para saberlo? ¿Cómo salir de mi ignorancia, de mi insolencia y de mi necedad?

La fe cristiana es el encuentro y la relación íntima con Jesucristo. Una vez que nos hemos encontrado con Él y le hemos reconocido, necesitamos establecer una profunda e íntima relación con Él, seguir dejándonos amar y rociar por el Espíritu Santo, escuchar y alimentarnos de lo que nos dice a través de su Palabra, de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, entablar un diálogo personal con Él en la oración, para finalmente, servirle y amarle.  

Porque lo que Jesús haría en mi lugar sería, sin duda, amar y servir. Pero para amar y servir tengo que conocer. Y no se puede servir y amar lo que no se conoce. Por tanto, necesito profundizar en el conocimiento de Cristo, es decir, necesito formación. Todos la necesitamos, y la necesitamos ya.
Formarme no significa convertirme en teólogo o en un erudito en cristianismo, sino conocer cuánto me ha amado Dios en Jesús, saber cómo puedo agradarle siempre más y ofenderle menos, conocer su voluntad y saber qué tiene pensado para mí. 

Como discípulo del Maestro, mi misión es estar constantemente aprendiendo de Él, entender su plan para mí, conocer la vocación a la que me llama, para así, ser sal de la tierra y luz del mundo.

Sin conocer la Verdad, sin ser fiel a la doctrina de la Iglesia, a quien Cristo ha encomendado la misión de evangelizar, no sólo no puedo saber lo que Jesús haría en cada circunstancia de mi vida, tampoco puedo ser un apóstol eficaz.
"El arte del apostolado es arriesgado. La solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una disminución de la verdad.... Sólo el que es totalmente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que vive con plenitud la vocación cristiana puede estar inmunizado de los errores con los que se pone en contacto(Pablo VI).
Pero no necesito dejar de evangelizar hasta alcanzar una formación completa, un conocimiento total de Cristo. Si esperara a eso, nunca haría nada. Puedo ser discípulo junto a otros discípulos, aprender mientras enseño a otros, compartir mientras comparto con otros, formarme mientras formo a otros...como hacían los apóstoles. 
"El imperativo de actuar hoy y con urgencia procede de las necesidades que son verdaderamente inmensas para quien sabe darse cuenta... He aquí la hora de los laicos. Es preciso empezar a trabajar hoy mismo, porque tal es la ley de la conciencia cristiana. Cuando se ha oído enunciar un deber no se dice: 'lo haré mañana'. Se debe actuar inmediatamente"  (Pablo VI).
En el mundo actual, el Enemigo ha cambiado el terreno original de la batalla espiritual. La Serpiente antigua ha modificado sus tácticas y sus estrategias llevándolas al plano ideológico, cultural y educacional, donde consigue mejores resultados que en el físico. 
Hoy, Satanás no busca una lucha frontal de sangre y destrucción como antaño, sino una guerra incruenta de confusión y corrupción; no quiere matar con actos sino envenenar con ideas; no quiere mártires sino apóstatas; no quiere víctimas sino desertores. 

Para poder entrar en el combate ideológico de nuestro tiempo, tenemos muchas armas que Dios pone a nuestra disposición:

Necesitamos estar alerta y vigilar a través de la oración para que nuestra fe, esperanza y caridad aumenten. 

Necesitamos leer, estudiar, meditar a través de la formación en la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. 

Necesitamos obtener los dones de sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios a través del Espíritu Santo para que nuestra voluntad se ponga en marcha.

Necesitamos recibir la gracia y la paz a través de los sacramentos para que nuestra perseverancia haga frente a las insidias y maldades con las que el Enemigo quiere hacernos caer.

Necesitamos conocer la Luz y la Verdad de Cristo a través de la Palabra de Dios para que nuestra resistencia haga frente a las mentiras y falsedades con las que Satanás pretende desvirtuar nuestras conciencias.
En definitiva, necesitamos formación y misión, oración y acción, verdad y justicia. Y en todo, amor.
"Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado; el que esté dispuesto a hacer la voluntad de Dios podrá apreciar si mi doctrina viene de Dios o si hablo en mi nombre. Quien habla en su propio nombre busca su propia gloria; en cambio, el que busca la gloria del que lo ha enviado, ese es veraz y en él no hay injusticia"(Jn 7,16-18).



 

JHR

martes, 25 de mayo de 2021

CONQUISTAR Y COLONIZAR ALMAS

"Os he destinado para que vayáis y deis fruto, 
y vuestro fruto permanezca" 
(Jn 15,16)

Durante mucho tiempo hemos formado parte de una sociedad cristiana, de un mundo conquistado por el mensaje de Jesucristo y colonizado por el amor de Dios. Sin embargo, poco a poco, a lo largo de años, hemos ido permitiendo invasiones que han asaltado los territorios del alma, deteriorando e incluso, destruyendo sus fortines, esto es, los corazones de los hombres.

Jesucristo, sabedor de las necesidades el hombre y anticipándose a ellas, nos ha encomendado una misión a sus seguidores... también a nosotros, a los cristianos del siglo XXI: reconquistar almas para Dios. En eso consiste la nueva evangelización, en la recuperación de los territorios donde, otrora, Dios habitaba, es decir, la restauración de los corazones en el amor del Padre.

Conquistar almas es una tarea muy gratificante (que no beligerante), en la que el Señor nos da la oportunidad y el privilegio de servir en su ejército celeste para contribuir a la edificación de Su Reino de amor.

Ninguno de nosotros se alista en el ejército de Dios por su propia iniciativa. Es Jesús quien nos elige, y lo hace en función, no de nuestros méritos ni capacidades, sino de su plan. Una vez que elige a sus soldados, los forma. Su primera enseñanza es que nos dejemos conquistar por Él, que abramos nuestra fortaleza de piedra, nuestro corazón endurecido, y que le dejemos entrar. 

La novedad de la conquista de Jesús es que nunca toma la forma de una invasión violenta ni de un asedio agresivo. Cristo necesita ser invitado a entrar en nuestras vidas. Nos mira con ternura y nos regala su amor mientras espera a que le abramos la puerta y nos dejemos conquistar por Él, nos dejemos seducir y amar por Él. Tras la conquista, el Señor coloniza nuestro corazón y habita en él.

Cuando entramos en intimidad con Jesús, nos convertimos en sus amigos. Se establece amigablemente en nosotros, es decir, vive y permanece en nosotros con el propósito de poblarnos, desarrollar y potenciar las riquezas y los talentos que nos ha dado y que nosotros todavía no hemos explotado, bien por desconocimiento o por dejadez.

Es entonces cuando nos convoca a salir, a conquistar y colonizar almas, aunque en realidad, nosotros ni conquistamos ni colonizamos, simplemente, salimos a buscar almas y las acercamos a Cristo. 

Dispuestos a conquistar 
La conquista de almas, es decir, la evangelización, significa estar dispuestos a seguir el ejemplo de Jesús. Es estar dispuestos a tener la misma mirada de Cristo hacia todas las almas, es decir, a verlas como Dios las ve. Es estar dispuestos a sentir pasión por ellas, a enamorarnos de ellas, como Dios lo está de todos los hombres: 

Conquistar almas significa rescatar personas de las garras del Diablo, liberarlas de las esclavitudes del mal, sacarlas de las tinieblas de este mundo oscuro, mostrándoles el amor y la luz de Dios a través de nuestras palabras y obras.
Conquistar almas no consiste sólo desear el bien de los demás, sino procurarlo, lo cual exige hacer todo aquello que esté en nuestra mano para que las personas sean felices. Requiere nuestra entrega hasta el extremo, es decir, dar la vida por los demás. 

Conquistar almas no consiste en ganar batallas (discusiones) ni firmar rendiciones (persuasiones) ni hacer prisioneros (captaciones), sino en acercar y atraer almas a Dios compartiendo a Cristo, es decir, compartiendo Su amor con ellas, para que después, el propio Jesús colonice sus corazones.

Conquistar almas no consiste en desarrollar métodos, ni cumplir procedimientos ni realizar actividades, sino en reflejar que nos amamos unos a otros. En eso conocerán que somos discípulos de Cristo (Jn 13,35).

Conquistar almas no consiste en ser resultadistas ni estar pendientes de qué hacemos para Dios, sino qué hace Él a través de nosotros. Basta un corazón entregado, dócil y lleno de Espíritu Santo para poder trabajar unidos hacia la conquista. Unos estudiarán el terreno, algunos planearán la estrategia y otros la ejecutarán, pero sólo Dios conquista y coloniza (1 Corintios 3,7). 

Conquistar almas sólo es posible si tenemos a Cristo como el centro de nuestra vida. Sólo así, nuestro corazón arderá de pasión y, en la medida en que nuestra pasión por Jesús aumente, deseando saber más de Él a través de su Palabra y de la oración, aumentará nuestro celo por servirle a Él y a los demás. 

Dispuestos a colonizar 
Tras la conquista viene la colonización, es decir, entrar en las vidas de esas personas. Entrar en sus vidas significa interesarnos, acogerlos, escucharlos y ayudarlos... "a la manera de Jesús":

Colonizar almas requiere ser coherentes, veraces y auténticos, tanto en nuestras palabras como en nuestras acciones, de forma que las personas vean cómo la verdad nos hace libres a todos (Jn 8,32).

Colonizar almas supone mostrar compasión, identificarnos y empatizar con sus situaciones, preocupaciones y necesidades, demostrar deseo auténtico de ayudarles y, por supuesto, rezar por ellos.
Colonizar almas implica acompañar, enseñar y formar en el camino hacia Cristo a todos aquellos que no le conocen o que le han perdido de vista. Darles a conocer aquello que nosotros hemos experimentado, sobre todo, a través del testimonio personal.

Colonizar almas entraña ofrecer una amistad genuina, en contraste con el interés egoísta que muestra el mundo, brindar amabilidad, simpatía y disponibilidad. De esta manera, seremos luz para ellos (Mt 5,14).

Dispuestos a perder
Para ganar almas para Dios, los cristianos debemos estar dispuestos, primero, a perder. Perder significa "darlo todo", vaciarnos de nosotros, e incluso hasta perder nuestra vida. 

Debemos estar dispuestos a perder nuestro tiempo y dinero para darselo a otros; nuestras comodidades para buscar oportunidades de servir; nuestros egoísmos para volcarnos en las necesidades de otros; nuestras vergüenzas para hablar de Dios; nuestras ideas para seguir el plan de Dios; nuestras imposiciones para escuchar con atención; nuestros miedos a los desconocidos; nuestros prejucios para no juzgarlos;  y nuestras prisas por convencerlos.

Se trata de perder para ganar, de morir para vivir, de dejarse amar por Dios para amar a los demás, de dejarse llevar por Cristo para conducir a otros hacia Él, de dejarse cautivar por Jesús para ser un apasionado suyo.

Y si no estamos dispuestos a todo esto, significará que tampoco estaremos dispuestos a amar y a seguir a Cristo, para conquistar u colonizar almas.

martes, 18 de mayo de 2021

WELCOME BACK HOME

“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; 
pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, 
porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; 
estaba perdido y lo hemos encontrado”
(Lucas 15,31)

A menudo, hablo con amigos míos que se han alejado completamente de Dios y de la Iglesia... Y les pregunto por qué...porque yo también me alejé. Sin duda, se trata de buenas personas pero que, sin embargo, albergan un gran recelo hacia Dios, y sobre todo, hacia su Iglesia. 

Seguramente, su actitud es consecuencia de la mentalidad del mundo que proclama a los cuatro vientos la total libertad del hombre sobre todo tipo de ataduras y, por tanto, que rechaza a un Dios al que tildan de "opresor" y de "autoritario". Planteado así, Dios resultaría ser un dictador terrible y la Iglesia un lugar de suplicio. 

Tampoco ayuda mucho la presencia en la Iglesia de quienes se autodenominan cristianos pero cuyos actos están basados en una tradición popular y cultural llena de devociones, ritos y cumplimientos vanos, y absolutamente alejados de toda esencia y sobrenaturalidad. Planteado así, todos los cristianos resultarían ser unos hipócritas y unos fariseos despreciables.

Estas dos deformaciones de la fe, una externa y otra interna, contribuyen poderosamente al continuo goteo de personas que huyen despavoridas de la Iglesia y se alejan de Dios, pese a estar bautizados y haber sido educados en el mensaje de Cristo. 

Ambas son, sin duda, personificaciones del hijo pródigo y del hermano mayor de la gran parábola de Lucas 15, 11-32. Ninguno de los dos se ha encontrado de verdad con el infinito y gratuito amor del Padre (lo digo por experiencia propia). Ninguno de los dos se ha dejado amar por Él (lo digo por experiencia propia).  Ninguno de los dos ha aceptado el ofrecimiento altruista del Padre (lo digo por experiencia propia)
Seguramente, porque ambos han estado (como yo estuve) más pendientes de ellos mismos, de sus necesidades y de sus expectativas que del buen hacer del Padre, y así, ambos se han alejado: uno yéndose, y otro, quedándose.

Para nosotros, los cristianos, es importante discernir si nos encontramos en alguno de estos dos casos. Es importante reflexionar si nos encontramos entre los que se han alejado o entre los que, permaneciendo en la casa del Padre, también estamos distanciados de Dios. Porque así, será muy difícil que otros hermanos pródigos regresen. 

No existen fórmulas mágicas para acercar a los alejados. Tampoco se trata de obligarles o de convencerles para que vuelvan. Precisamente, porque esa decisión depende exclusivamente de su libre voluntad para volver, aceptar el Amor de Dios y dejarse amar. Pero lo que sí es seguro es que ni la envidia, ni el rencor, ni la hipocresía ni la doble vida atraerán a nadie. Sólo el amor auténtico cautiva, seduce y contagia.
Es posible que quienes se han alejado de la Iglesia (lo digo por propia experiencia), más que rebeldes o malvados se hayan sentido poco amados, desatendidos, o incluso, despreciados por quienes han permanecido en la Iglesia. Y aquí entramos todos, laicos y sacerdotes. 

Es posible que la animadversión por la Iglesia y por los curas de los que se han alejado (lo digo por propia experiencia) haya sido debida a un amor escasamente demostrado o, incluso negado por quienes han permanecido en la IglesiaY aquí entramos todos, laicos y sacerdotes. 

Hace poco leí una frase del cardenal Giulio Bevilacqua ("La parrocchia e i lontani", la parroquia y los alejados) que refleja lo que sí es efectivo para atraer a los alejados: “Podemos, debemos acercar a las almas sencillamente, en plenitud de fe, en heroísmo de esperanza, y en locura de caridad”.

Sin duda, necesitamos una fe robusta (que debemos pedir) , una esperanza heroica (que debemos mantener) y un amor loco (que debemos dar)... hacia Dios y hacia los demás. Necesitamos, primero, convertirnos nosotros al amor, para atraer a otros, después. Sin una verdadera conversión de amor, la evangelización es imposible.

En ese mismo ensayo, el arzobispo Montini decía: “Hermanos alejados, perdonadnos, si no os hemos comprendido, si os hemos rechazado muy fácilmente. Os hemos tratado con ironía, con menosprecio, con polémica, y os pedimos perdón. Escuchadnos, intentad conocernos… Si sois libres, si sois honestos, debéis ser también fuertes e independientes para venir y escuchar”.

Sin duda, debemos pedir disculpas a todos aquellos a quienes no hemos acogido, comprendido o aceptado. Debemos pedir perdón a  todos aquellos a quienes no hemos escuchado, atendido o amado. Debemos invitar, acoger y amar a  todos aquellos a quienes (todos nosotros) hemos alejado o rechazado, por acción u omisión, de la casa de Dios. 

Por eso... mis queridos alejados, ¡Bienvenidos de nuevo a casa! ¡Welcome back home! 


JHR

martes, 11 de mayo de 2021

PERMANECER Y VIVIR EN EL AMOR

"Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;
permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor;
lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre
y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, 
y vuestra alegría llegue a plenitud. 
Este es mi mandamiento: 
que os améis unos a otros como yo os he amado. 
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. 
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. 
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: 
a vosotros os llamo amigos, 
porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. 
No sois vosotros los que me habéis elegido, 
soy yo quien os he elegido 
y os he destinado para que vayáis y deis fruto, 
y vuestro fruto permanezca. 
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. 
Esto os mando: que os améis unos a otros"
(Juan 15, 9-17)


A menudo, la gente no entiende lo que significa la fe cristiana. Muchos incrédulos o alejados apelan a la libertad individual del hombre para afirmar que el cristianismo es una carga pesada de normas y mandamientos que no tiene cabida en la sociedad actual. En realidad, se trata de apartar a Dios de sus vidas.

Sin embargo, los capítulos 13 al 15 del Evangelio de San Juan nos dan la respuesta de lo que significa ser cristiano. Jesús, mientras se despide de los apóstoles, sus amigos, les da las últimas indicaciones y ánimos, y les muestra cuál el camino para seguirlo, cuál es la única ley que mueve el Universo, cuál es el mandamiento del cristiano: el Amor.

Cristo afirma categóricamente: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros"Su mandamiento no es una simple recomendación ni una condescendiente sugerencia de despedida. Todo lo que Él hace es "novedad": "Mira, hago nuevas todas las cosas" (Apocalipsis 21,5).

En primer lugar, es nuevo porque Él lo ha cumplido, dando ejemplo, mostrando el amor de Dios, no de una forma teórica sino práctica: amando al prójimo, acogiendo al excluido, curando al enfermo, ayudando al pobre, asistiendo al necesitado, compadeciendo al pecador. Y también porque lo ha llevado a la plenitud: es un amor redimido, liberado y rescatado de la esclavitud del pecado, entregado hasta el extremo en la Cruz, un amor a todos.  
La comparación "Como yo os he amado" supera el criterio del Antiguo Testamento de "como a uno mismo" (Levítico 18,19). No se trata de amar con un amor humano sino con un amor pleno, total y divino: la entrega total de Cristo.

"En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros"El amor es lo que marca la diferencia, lo que nos distingue de un mundo regido por el egoísmo, por el materialismo y por el individualismo. Si amamos, el mundo reconocerá que somos discípulos de Cristo, que somos cristianos, que permanecemos en Su amor.

Ser discípulo de Cristo no significa "cumplir" una serie de normas y preceptos, ni "practicar" una serie de ritos y cultos, como hacía el pueblo de Israel, o como muchos nos quieren hacer creer hoy. Ser cristiano es haber descubierto el "Amor más grande" en la persona de Jesús, y haberlo experimentado en la profundidad de nuestro corazón. De esa forma, con el corazón en ascuas y prendido por el Espíritu, sólo nos queda una cuestión por hacer: darlo a los demás, entregarlo a los demás, amar y servir a los demás.

El amor es lo único que, al "darlo", se multiplica. Son esos pequeños gestos diarios de  mirada limpia, de ternura, de compasión hacia nuestro prójimo, los que nos hacen realmente "cristianos". Son esas pequeñas actitudes de cercanía, de acogida, de servicio a nuestro hermano, los que manifiestan el amor de Dios. Al entregarlo a los demás, lo multiplicamos exponencialmente, y lo recibimos.

El mandamiento de Jesús es, en sí mismo, un "deber", una "obligación" y una "exigencia" del amor. No es una carga pesada porque el amor todo lo soporta (1 Corintios 13, 7). No es una obligación impuesta desde el exterior sino un impulso de la propia voluntad que mueve a devolver lo recibido por que el amor no es egoísta (1 Corintios 13,5). Es una misión, es la vocación cristiana: Amar y Servir.

El mandamiento del amor es parecido a la ley de la gravedad: un objeto lanzado al aire está "obligado" a caer, no puede negarse a hacerlo. De igual modo, el amor recibido de Dios "exige" darlo, no puede negarse a hacerlo. El amor es una "fuerza impuesta" por el propio amor. No puede ser de otra forma.

El mandamiento del amor no se cumple por una amenaza de ser castigado sino que es una moción interior del corazón, suscitada por el Espíritu de amor en el alma, que es atraída "irresistiblemente" por lo que ama, sin que exista una obligación impuesta desde el exterior.

El mandamiento del amor no es una imposición de Dios sino la propia Ley de Dios, que es Amor y, como tal, se da hasta el extremo: "Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Juan 13,1).
El mandamiento del amor es una fuerza vital de quien ama de verdad...y lo hace para siempre.  "Permaneced en mi amor" implica eternidad, supone permanecer y vivir en el amor de Cristo mientras vivamos en la tierra y, con mayor motivo, cuando vayamos al cielo. Un amor "efímero o pasajero" no es amor... será placer, satisfacción o pasatiempo, pero no es alegría, ni felicidad, ni plenitud. Porque el amor no se cansa ni se impacienta (Juan 13,4). 

"Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Jesús ha dado la vida por sus amigos, ha tenido el amor más grande que se puede tener, pero ¿Quiénes son Sus amigos? Sus amigos son aquellos que han conocido el amor de Dios, aquellos que lo han experimentado y que lo ponen en práctica

"Lo que Cristo manda" no significa "lo que Dios nos obliga". El amor no tiene elección: se da y punto. Tampoco pide imposibles: surge de forma espontánea. Esa es la gran belleza del cristianismo: que el Señor nos ha elegido... no hemos sido nosotros; que nos ha creado... no nos hemos creado nosotros; que nos ha amado hasta el extremo... no hemos sido nosotros. Somos unos elegidos, unos privilegiados.

Lo que Jesús manda, repite y enfatiza es que demos fruto permanente, es decir, que vivamos el Amor eternamente: "que os améis unos a otros como yo os he amado".  Lo que Cristo nos pide es que vayamos a la fuente de la vida, es decir, al Amor de Dios...y que permanezcamos en Él, es decir, en unión íntima con Él, porque somos sus amigos.



JHR

jueves, 22 de abril de 2021

LA MUERTE NO ES EL FINAL

"Nadie me quita la vida, 
sino que yo la entrego libremente. 
Tengo poder para entregarla 
y tengo poder para recuperarla:
 este mandato he recibido de mi Padre" 
(Juan 10,18)

Cesáreo Gabaráin, sacerdote católico español, compuso la emocionante canción cristiana "La muerte no es el final"que las Fuerzas Armadas Españolas adoptaron como himno para homenajear a los fallecidos en acto de servicio y que los cristianos deberíamos también hacerla nuestra.

La muerte no es el final, en efecto, porque nuestra esperanza se convierte en certeza cuando proclamamos que Jesucristo ha resucitado. Esa es la gran novedad, esa es la buena noticia del Señor: "Mira, hago nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21, 5).

En la Encarnación, el Santo y Justo se despoja de su divinidad para servir al Padre y al hombre: "Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron" (Juan 1, 11). Es más, lo rechazaron. Y ese rechazo lo llevó directamente a su muerte en la Cruz, libremente abrazada, convirtiéndose en fuente salvífica para todos los hombres y en el acto de amor servicial más sublime. 

En la Última Cena, el Maestro nos invita a imitarle, nos llama al servicio: "el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mateo 20,27-28).
En la Cruz, el Cordero nos entrega a la Virgen (tipo de la Iglesia) como relevo suyo y nos la ofrece como nuestra guía, ayuda y modelo perfecto de servicio, humildad, abnegación y obediencia: "Ahí tienes a tu madre" (Juan 19,27), para, como el discípulo amado, desde aquella hora, recibirla como algo propio.

En nuestra vida cotidiana, el Resucitado nos llama a servir como Él, a dar la vida por los demás, a morir en acto de servicio: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Juan 15,13). Dice Cristo que nadie le quita la vida sino que la entrega libremente. Sí, en efecto, el amor es la entrega libre de la vida por los demás. Y por tanto, la muerte nos tiene que encontrar en el servicio, en la muerte a uno mismo, a nuestro ego. 

Servir "exige" entregar la propia vida"Requiere" abajarse y humillarse. "Supone" despojarse de todo egoísmo, orgullo, posición o  comodidad. "Implica" desvivirse por los demás. Reclama escuchar al que sufre o atender al que tiene necesidad. Obliga a darse por completo hasta el final.

La muerte no es el final sino el principio de todo, de nuestro encuentro con Dios y de nuestra recompensa: el amor infinito de Dios que se funde con el amor gratuito del hombre en el servicio. Sin duda, en el encuentro abnegado y desinteresado con el prójimo, es el lugar donde hallamos a Dios.

Por ello, es imperativo, para el bien de las almas y nuestra propia santificación, salir al encuentro de quienes están desesperanzados, afligidos, solos o excluidos. Es preceptivo ofrecerles una sonrisa que les llene de alegría, un abrazo que les devuelva la dignidad, un oído dispuesto a escuchar. 

No hace falta esperar a una ocasión propicia. Todos los días son una maravillosa oportunidad de expresar con alegría ese amor de servir al prójimo. No es preciso esperar a servir en una parroquia, en un retiro, en una actividad evangelizadora o en una labor social. Cualquier ambiente es idóneo para entregar la vida por otros: en el familiar, en el laboral, en el social... 

El mundo está necesitado del amor de Dios, sobre todo, ahora que la pandemia asola la tierra. Y la manera de mostrárselo y ofrecérselo es sirviendo, amando, escuchando, ofreciendo una palabra de aliento y un hombro donde enjugar las lágrimas. 
El servicio surge de un amor genuino y gratuito que no es nuestro, sino de Dios, que es quien toma siempre la iniciativa. Por tanto, "preocuparse" por otros significa "ocuparse antes" por ellos que por nosotros. "Despreocuparse" por nosotros implica "abandonarnos" a la Providencia divina.

A través de nuestra docilidad en el servicio y dejando actuar siempre al Espíritu Santo, Dios interviene en la historia del hombre, mostrando su gloria, su justicia y su misericordia. Nosotros, con nuestros "pequeños/grandes servicios de amor", contribuimos a la edificación del Reino de Dios en la tierra.
Y lo hacemos cuando dejamos nuestro "yo" a un lado para centrarnos en el "tú"; cuando salimos de nuestra zona de comodidad para "acomodar" a los demás; cuando dejamos nuestras prioridades personales para "volcarnos" en las de otros; cuando nos "abajamos" de nuestra posición para levantar al caído; cuando, a imitación de nuestro Maestro, nos "quitamos el manto y nos ceñimos la toalla para lavarles los pies" (Juan 13,4) porque “No es el siervo más que su amo” (Juan 15,20)

Pero, además, con nuestro servicio todo son ventajas, incluso, también para nosotros: nos sentimos profundamente amados por un Dios que se preocupa de sus hijos, recibimos Su gracia que nos modela para ser menos egoístas y más serviciales, y más "perfectos", más santos.



JHR

martes, 20 de abril de 2021

CREER NO BASTA

"Tú crees que hay un solo Dios. 
Haces bien. 
Hasta los demonios lo creen y tiemblan. 
¿Quieres enterarte, insensato, 
de que la fe sin las obras es inútil?" 
(Santiago 2,19-20)

A menudo pienso lo fácil que para muchos supone ser cristiano en la Iglesia, en un retiro, en un ambiente cristiano: con sólo creer, basta. Sin embargo, el apóstol Santiago dice que creer está bien pero que sólo con eso no basta, que es inútil porque también los demonios creen en Dios y eso no les hace seguidores de Cristo.

Creer o no creer, de un modo teórico, exige poco: tan sólo supone adoptar una posición, una opinión. Creer en Dios no es sólo pensar que existe y ya está. Jesús dice: "No todo el que me dice 'Señor, Señor' entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mateo 7,21). Saber que existe no nos da el acceso al reino de los cielos: implica hacer su voluntad.

Hacer la voluntad de Dios requiere algo más que habituarse a realizar o practicar algunas cosas, algo más que desempeñar un papel religioso o moral. Consiste, no tanto en "hacer" como "ser", es decir, en ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5,48).

"Ser perfectos" supone cumplir los mandamientos de Dios pero, antes, tenemos que conocer al Dios de los mandamientos. Porque creer en alguien no significa necesariamente conocerle. Conocer a Dios implica experimentarle en la propia vida, hacerle presente en cada momento, dejarse querer por su gran amor.

"Ser perfectos" implica conocerle en su Palabra, en los sacramentos. Requiere vivir la Eucaristía para ver a Cristo, quien desde el altar, se hace presente en su Cuerpo y en su Sangre, en su Alma y en su Divinidad.

Dios ha querido comunicarse a sí mismo, darse a conocer, y así, invitarnos a participar de Su vida divina. La fe es la respuesta del hombre a la revelación divina, manifestada en  confianza, obediencia y entrega totales.

"Ser perfectos" implica testificar y proclamar cada día a ese "Dios conocido", incluso con palabras. Supone ser coherente con aquello que hemos visto, oído y experimentado. Dice el apóstol Santiago: "La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro" (Santiago 2,17), es decir, que la fe no es una idea teórica sino que se debe poner en práctica.
"Ser perfectos" significa alcanzar el cielo pero no se gana sólo por ir a misa, leer la Biblia o por ser buena persona. Es una relación con Dios y las relaciones no se "creen", se experimentan, se viven. Vivir la fe implica acción, supone un movimiento "ascendente", es decir, ir hacia Dios. 

"Ser perfectos" es un proceso que se desarrolla en todo momento y durante toda la vida. Supone paciencia, obediencia y perseverancia hasta el fin (Mateo 10,22). No se puede ser perfectos "a ratos" o dependiendo de donde estemos, o de cómo nos sintamos. 

"Ser perfectos" significa reconocer que, más allá de lo que se pueda experimentar directamente o de lo que se pueda cononcer científica o históricamente, Dios es el origen, la causa y el fin de todo lo creado, y por tanto, "verle y tocarle" es aceptar libre, total e incondicionalmente Su amor.




JHR

viernes, 16 de abril de 2021

PESCAR CON REDES ROTAS

"Paseando junto al mar de Galilea 
vio a dos hermanos, 
a Simón, llamado Pedro, 
y a Andrés, 
que estaban echando la red en el mar, 
pues eran pescadores.
Les dijo: Venid en pos de mí 
y os haré pescadores de hombres" 
(Mt 4,18-19)

Jesús nos invita a seguirle, a ir en pos de Él para hacernos "pescadores de hombres". Y para afrontar este nuevo "oficio", el Señor nos enseña cómo pescar en su nombre con nuestras "redes". 

Pero no siempre es momento de "faenar", no siempre se dan las condiciones óptimas para la pesca, bien porque hay tormenta, porque el mar impide zarpar, porque no tenemos las redes preparadas o porque están rotas. 

Es entonces cuando el Patrón del barco decide que no zarpemos y se cumple el dicho de que "cuando los pescadores no pueden zarpar, arreglan las redes"

A veces, es momento de "preparar" las redes, doblándolas, limpiándolas y remendándolas:

Doblar las redes significa evaluar métodos y planificar estrategias para poder desplegar las redes con mayor facilidad en la próxima jornada de pesca. Espiritualmente hablando, significa rezar. Sin la oración toda pesca es infructuosa.

Limpiar las redes significa subsanar errores cometidos, reconocer y purificar actitudes poco caritativas. Espiritualmente hablando, significa ser humildes. Sin humildad, cualquier tarea evangelizadora está abocada al fracaso.

Remendar las redes significa arreglar las relaciones rotas o dañadas, recomponer la unión y tensión de las redes o los peces se escaparán. Espiritualmente hablando, significa obedecer. Sin la obediencia cualquier tarea en común es inútil.

No se trata de salir a pescar de cualquier forma o con cualquier aparejo. Para que la pesca sea efectiva, nuestras manos tienen que estar dispuestas a tirar conjuntamente de las redes, nuestras mentes tienen que ser dóciles a las órdenes del patrón y nuestras redes tienen que estar perfectamente unidas, plegadas y limpias.

Cuando las redes están rotas nos ocurre como a los discípulos, pretendemos volver a nuestras "faenas de pesca" sin contar con el Patrón (Juan 21,3). Pedro, Tomás, Natanael y los Zebedeos (Santiago y Juan) "deciden" ir a pescar. Y aunque eran pescadores experimentados y sabían de sobra lo que tenían que hacer, no pescaron nada.

En la evangelización, nos ocurre a veces lo mismo: queremos ser autosuficientes, nos sentimos capacitados, nos creemos expertos, nos consideramos idóneos. ¡Cuántas veces pretendemos coger el timón y asumir el mando sin el permiso del Patrón! ¡Cuántas veces queremos dirigir el barco sin tener ni rumbo ni dirección! ¡Cuántas veces optamos por salir al mar sin tener las redes preparadas o incluso, rotas! 
Nuestras redes suelen romperse por orgullo: cuando no dejamos a Dios ser Dios, cuando pensamos que podemos hacerlo todo solos, cuando nos creemos sabios y veteranos en la "faena", o incluso, también cuando tememos a la tempestad, a las dificultades, cuando nos falta fe en Cristo.

Nuestras redes suelen enredarse por vanidad: cuando tenemos motivaciones incorrectas, cuando buscamos reconocimiento y prestigio, cuando nos dejamos llevar por las distracciones, cuando estamos demasiado pendientes y ocupados en nuestras cosas, cuando entablamos disputas y divisiones que conducen al desánimo y al abandono.

Cristo es el fundamento de la evangelización. Su gracia es lo que une y cohesiona nuestras redes. Sin el Espíritu Santo, nuestras están redes rotas y no sirven para pescar. 

Sin oración, nuestras redes estarán enredadas y no podrán desplegarse. Sin humildad, nuestras redes estarán llenas de suciedad, de orgullo, de activismo, de mundanidad. Sin obediencia, nuestras redes estarán rotas, divididas, inservibles. 

¡Reparemos nuestras redes rotas!




JHR

miércoles, 14 de abril de 2021

MILLONARIO EN MISERICORDIA

"No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. 
No he venido a llamar a los justos, 
sino a los pecadores a que se conviertan" 
(Lucas 5,31-32)

Los Evangelios contienen innumerables pasajes que nos muestran la especial relación que Jesús tenía con los pecadores: el de los publicanos Mateo (Mateo 9, 9-12) y Zaqueo (Lucas 19, 1 -10), el de la pecadora que lavó sus pies en casa del fariseo (Lucas 7, 36), el de la mujer adúltera (Juan 8, 1-11), el del buen ladrón (Lucas 23, 39-43), el del fariseo y el publicano (Lucas 18, 9-14) y las parábolas del hijo pródigo, la oveja perdida y la moneda perdida (Lucas 15).

Jesús desconcertaba y sorprendía a los escribas, fariseos y doctores de la Ley cuando visitaba, hablaba y se juntaba con todos aquellos a quienes los judíos odiaban y repudiaban: rechazados y marginados, publicanos y samaritanos, enfermos y leprosos, viudas y mujeres... 

En general, los fariseos consideraban "pecadores" o "impuros" a todas las personas que no seguían la interpretación que hacían ellos de la Ley (quizás porque ellos se consideraban justos, puros y por encima de la Ley), sin duda, mostrando el resentimiento egoísta "del hermano mayor" en la parábola del hijo pródigo.
Jesús los reprendía (como un padre lo hace con sus hijos) cuando le increpaban por juntarse con ellos, mostrándoles, frente a su dura, egoísta y condenatoria actitudla gran compasión de Su humano corazón y la infinita misericordia de Su divina persona. Él mismo, el Justo y Santo, es la Misericordia Divina personificada.

San Juan Pablo II escribe su segunda encíclica, Dives in misericordia ("Rico en misericordia") en 1980 para mostrar al mundo el rostro de Dios a través de Jesucristo, encarnación y revelación de la Misericordia: "Quien me ha visto a mi, ve al Padre" (Juan 14, 9). 

Jesús, al compartir su vida y su amor con aquellos considerados pecadores, cumple la misión encomendada por el Padre mostrando Su rostro compasivo, y frente a quienes los rechazan y condenan, los libera de su experiencia de culpabilidad, los invita a la conversión, les devuelve su dignidad, y comiendo con ellos, anticipa el gran banquete de su encuentro definitivo con Dios.

Cristo, con sus palabras y hechos, manifiesta no sólo al Padre sino también al Espíritu Santo, es decir, se hace signo visible de la Santísima Trinidad"El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor" (Lucas 4,18; Isaías 61,1).

Veinte siglos después, con el avance de la ciencia y la técnica, el hombre sigue dando la espalda a la misericordia y tampoco parece necesitarla. Sin embargo "el hombre moderno se muestra a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y lo peor, con la opción entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre el amor o el odio, entre la justicia y el pecado. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o salvarle" (San Juan Pablo II, Dives in misericordia I, 2).

El infinito amor de Dios se transforma en misericordia, superando la norma estricta (y a veces estrecha) de la justicia. La Divina Misericordia no es un amor cualquiera. Es un misterio insondable de su propio ser trinitario: infinito, gratuito, y generoso, manifestado en Cristo encarnado, muerto y resucitado para la salvación de todos los hombres, de todos los pecadores, y en consecuencia, de todos sus amigos: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Juan 15,13-15).

San Pablo en Efesios 2,4 dice que "Dios es rico en misericordia". Dios es millonario en amor. Nos lo regala de forma gratuita y desinteresada en Cristo y no puede destruirse por ningún comportamiento nuestro. Así es el amor de Dios: fiel y paciente. Nada que ver con nuestro "amor humano": infiel, impaciente e interesado. 

Un amor infinitamente más grande que todos los pecados de la humanidad de todos los tiempos juntos. El amor misericordioso del Padre sale al encuentro del hombre pecador en Jesucristo, le abraza, le devuelve su dignidad y le conduce a la salvación por el Espíritu Santo.
Jesús, la Divina Misericordia, se acerca al drama humano, a todos nosotros, pecadores, habla con nosotros, come con nosotros en cada Eucaristía, y sin acusarnos, sin señalarnos, sin discriminarnos ni marginarnos, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra situación desviada, nos hace presente el amor que Dios siente por sus hijos y nos invita a convertirnos, a cambiar de vida.

Nos enseña que todos somos débiles y frágiles, que todos pecamos y que no tenemos derecho a juzgar y a condenar a los demás: "No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros" (Mateo 7,1-5). 

Nos muestra que todos somos hijos pródigos de un Padre amoroso que nos acoge compasivamente, a pesar de nuestras debilidades, infidelidades, equivocaciones y pecados, y nos invita a alegrarnos con Él: “¡Alegraos conmigo!, porque he encontrado la oveja que se me había perdido”, “¡Alegraos conmigo!, porque he encontrado la moneda que se me había perdido”, “¡Alegraos conmigo!, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lucas 15,3-32).

Nos invita a "ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto" (Mateo 5,48), "a amarnos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1 Juan 4,7-8).

Dios es rico en misericordia, es millonario en amor, es infinito en compasión, ilimitado en gracia, y quiere que nosotros también seamos felices, santos y perfectos

¡Es tan fácil serlo! Sólo hay que hacer presente el amor en nuestra vida: "Amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22,37-40).




JHR