¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas pero queremos que nos cuentes las tuyas.

jueves, 11 de marzo de 2021

LO MÁS DIFÍCIL PARA UN CRISTIANO

"Muchos discípulos suyos se echaron atrás 
y no volvieron a ir con él. 
Entonces Jesús les dijo a los Doce: 
¿También vosotros queréis marcharos?" 
(Juan 6,66-67)

Una vez has conocido de verdad a Cristo, "creer" puede resultar fácil (es imposible no hacerlo), pero lo más difícil para un cristiano es perseverar en lo que Jesús nos dice. 

Esto les ocurrió a muchos discípulos de Jesús y, concretamente, a los dos de Emaús, que habían creído en Jesús pero habían desfallecido. Durante su camino, escucharon atentamente al desconocido todo lo que les decía hasta llegar a su aldea. Podrían haberse despedido de Él y haberle deseado "buen viaje", pero no lo hicieron. Perseveraron y, al final, le reconocieron.

Y es que, ante Dios, todos empezamos con muchos bríos, a todos "nos arde el corazón", pero enseguida, casi todos desfallecemos; todos "prometemos todo" al principio de nuestro encuentro con Dios, pero después, incumplimos mucho o casi todo; todos comenzamos muy eufóricos, pero terminamos "perdiendo gas"; todos le seguimos durante un tiempo pero pronto nos "echamos atrás" o le "despedimos"... 

Y el Señor nos pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos? (Juan 6,67) ¿Sois los que os quedáis al borde del camino, en terreno pedregoso o entre abrojos? (Lucas 8,5-8). ¿Sois como Demas, discípulo de Pablo, que le abandonó, enamorado de este mundo presente, y se marchó a Tesalónica? (2 Timoteo 4,10). 

Podríamos excusarnos ante Jesús, decirle que abandonar es "humano"... y esperar sin hacer nada a que su misericordia nos salve. Podríamos pensar (y no nos equivocaríamos) que es más "fácil" dejarse arrastrar por la corriente del mundo que nadar a contracorriente, que es más "cómodo" apartarnos cuando llega la prueba (Lucas 8,13). Precisamente por todo eso, Cristo vino a nosotros para "increparnos", para "cuestionarnos" y con el propósito de "divinizarnos", de "cristificarnos"...porque solos, no podemos.
Dice el Evangelio que "el que persevere hasta el final, se salvará" (Mateo 10,22). Esto es Palabra de Dios...y, como siempre, bastante clara: no dice "al principio", o "durante un tiempo", o "a ratos". Dice "hasta el final".

Esto rexuerda a los que se llaman católicos pero que sólo van a la Iglesia cuatro veces en su vida para que les "echen" algo: agua en su bautizo, regalos en su comunión, arroz en su boda y tierra en su funeral. Son los "practicantes no creyentes" de los que ya hablamos en otro artículo... los que "abandonan" sin irse del todo pero sin estar en nada.

Tampoco sirve de nada ser un cristiano "velocista" porque nuestra carrera es una "maratón". Ni ser un cristiano "efervescente" porque nuestro vino requiere "crianza y reposo en barricas". Ni eso de "lo importante es participar" porque los que abandonan y no cruzan la meta están "descalificados", no obtienen medalla, ni diploma, ni "corona de laurel". Ni tampoco ser católicos "de domingo" o de "eventos", mientras vivimos como paganos entre semana o durante el resto de nuestra vida.

La perseverancia cristiana significa no sólo continuidad sino, sobre todo, firmeza y constancia. La resistencia cristiana significa ser incansables e inasequibles al desaliento, ser "fielmente adictos" a Cristo y con la mirada fija en la meta. La persistencia cristiana significa conocer que el camino tiene dificultades, sufrimiento y oposición, saber que no es un "camino de rosas" sino que está lleno "espinas", pero que tiene un "final feliz".
 
El mundo es antagónico a la fe. No es fácil seguir a Cristo en una sociedad relativista, racionalista, progresista y, sobre todo, materialista. Y menos...si nos asalta la duda, o si  padecemos dolor y sufrimiento, o si somos presa de la injusticia. Lo más probable es que "arrojaremos la toalla". Lo sabemos...por eso, hace falta perseverancia, que es también fortalecer nuestra voluntad.

Cargar la cruz y seguir a Cristo no es nada fácil. Estamos avisados: requiere esfuerzo, ánimo y valentíaPor eso, es tan importante estar muy cerca del Maestro, "seguirle a poca distancia", ser "su sombra". Por eso, es tan necesario no "descolgarnos" ni "perder de vista" a Dios ni a su Iglesia. Por eso, es tan crucial que "cultivemos" nuestra vida interior y que seamos "constantes en la oración" (1 Tesalonicenses 5,17).

Perseverar es imitar a Cristo camino del Calvario. Es levantarse una y otra vez a pesar del enorme peso de la cruz. Es enfocarse en la meta y no en el sufrimiento. Es encaminarse al martirio sin desfallecer, porque al final está la recompensa de la resurrección. 
Toda la Palabra de Dios es una guía de perseverencia y, concretamente, el Apocalipsis, un manual para resistir hasta el final. Perseverar es imposible sin ir de la mano del Señor y sin escuchar su voz. 

Cristo nos da ánimos continuamente, nos promete que perseverar no es infructuoso, y nos asegura que resisitir no es "en balde": "Conozco tus obras, tu fatiga, tu perseverancia, que no puedes soportar a los malvados (...) Tienes perseverancia y has sufrido por mi nombre y no has desfallecido (...) Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios(Apocalipsis 2,2-3 y 7).




JHR

lunes, 8 de marzo de 2021

EXCESO DE UNO MISMO

"Confía en el Señor con toda el alma, 
no te fíes de tu propia inteligencia; 
cuenta con él cuando actúes, 
y él te facilitará las cosas"
(Provebios 3,5-6)

Dicen que la depresión es un exceso de pasado, el estrés un exceso de presente y la ansiedad un exceso de futuro. 
Estar depresivos, estresados o ansiosos evidencian una cierta dosis de egoísmo, de ensimismamiento, de exceso de uno mismo. 

Exceso de uno mismo es cuando pensamos que el mundo gira, en todo momento, en torno a nosotros mismos. Es creer que todo depende de nosotros. Es "ego" en demasía. Y, desde luego, no es una actitud cristiana.

Nos estamos refiriendo a una tentación sigilosa, personal y comunitaria, que entra en el corazón, en la Iglesia y que apenas percibimos. Cuando la persona o la Iglesia tiene exceso de ella misma, se autocomplace y se "ensimisma", su mundo se contrae y no deja espacio a Dios. No es capaz de testimoniar su identidad ni de cumplir su misión de abrirse al mundo.
Un cristiano no puede vivir en una "reserva india", en un "gueto". No puede encerrarse en su templo fortificado para vivir un fe individual y exclusiva. Tampoco la Iglesia. Eso no es vivir la fe sino "sobrevivir" a la fe. 

La fe es exógena: o se comparte o se muere. La confianza es inclusiva: o se incorpora o se excluye. La Buena noticia no puede quedarse en "el interior" sino que debe salir al exterior. Pero para eso, primero tiene que "haber entrado".

Dios no puede (no quiere) entrar a la fuerza en mi corazón. Quiere que lo abra de par en par al proyecto que ha pensado para mí, para cada uno de nosotros, en particular, y para el mundo, en general. 

Dios no puede entrar en mi alma si está llena de "yo", si está repleta de un egoísmo que pone el candado en la puerta de mi corazón. Cristo "está de pie a la puerta y llama. Si escucho su voz y abro la puerta, entrará en mi casa y cenará conmigo y yo con él" (Apocalipsis 3,20). 
El Señor no va a derribar mi puerta ni va a entrar si yo no se lo permito. Es su autolimitación con el hombre, es el gran respeto que tiene el Amor a la libertad de la voluntad humana. "El amor no obliga, no exige, no fuerza, no violenta. El amor es paciente, todo lo espera y todo lo soporta" (1 Corintios 13,4-8).

Tener una alta autoestima no es lo mismo que tener exceso de uno mismo. La autoestima es consecuencia de la aceptación del don gratuito y divino que nos hace únicos, insustituibles e irrechazables para ofrecer nuestros talentos a Dios y a los demás. El exceso de uno mismo es consecuencia de la negación del amor que Dios nos tiene para instalarse en la queja y el resentimiento, y erigirse en su propio dios.

Desconfiar de Dios y cerrarle la puerta mientras nos aislamos en nuestro ego significa perder el combate espiritual. Es levantar la "bandera blanca de la rendición" y darle la victoria al Enemigo. Es hacerse semejante a Satanás.

El origen del mal reside en el corazón del hombre que desconfía de Dios. ¡Que se lo digan a Adán! La desconfianza en Dios implica no conocerle de verdad (o peor, no aceptarle), genera vanidad, orgullo y odio e impulsa a apartarse y a alejarse de Él. Le "matamos". Y es entonces cuando nos convertimos en hijo pródigo, en personas desagradecidas y orgullosas que tienen un corazón duro, hinchado y autosuficiente incapaz de amar. Y luego pasa lo que pasa...

El amor implica confianza, y la confianza conduce a la fidelidad. Sin embargo, el mundo nos coacciona para que desconfiemos de Dios. Nos conmina a negarle, a serle infiel y a apostatar de Él, a veces, sin darnos cuenta. Nos seduce con el eterno dilema del ¿y por qué no? Nos engaña con la falacia de hacernos creernos seguros de nosotros mismos, invencibles, dueños de nosotros y de nuestras circunstancias. Nada más lejos de la realidad.

El Imperio nos obliga a rendir culto al éxito individual, al progreso particular, al "yo primero, y después, yo". El Enemigo sabe que el exceso de uno mismo es escasez de Dios, pero los cristianos debemos "menguar" para que Dios crezca en nosotros. Debemos disminuir para que Dios aumente en nosotros (Juan 3,30).

Exceso de uno mismo es engaño a uno mismo. Es distorsión de la propia identidad y deformación de la realidad. Es veneno para el alma y pasto para los lobos. Es un ticket para el sufrimiento y la ruina. 


JHR

jueves, 4 de marzo de 2021

¿SOMOS OVEJAS O LOBOS? ¿SERPIENTES O PALOMAS?

"Mirad que yo os envío 
como ovejas entre lobos; 
por eso, sed sagaces como serpientes 
y sencillos como palomas"
(Mateo 10,16)

Cuando leo y releo el pasaje del evangelio de Mateo 10, siempre me recuerda un cuadro que mi padre tenía colgado en su despacho y que yo cada mañana leía, aunque lo conocía de sobra:

"Cada mañana en la selva, una gacela se despierta sabiendo que deberá correr 
más rápido que el león o éste la matará. 
Cada mañana en la selva, un león despierta sabiendo que debe correr mas rápido 
que la gacela o morirá de hambre. 
Cada mañana, cuando sale el sol, seas león o gacela, 
será mejor que te pongas a correr".

No voy yo a descubrir, ni hoy ni ahora, a Cristo (o, tal vez, sí...), pero sí subrayar una vez más la magistral pedagogía con la que Jesús nos enseña y nos instruye para saber qué debemos ser, a qué nos enfrentamos y cómo actuar

Su maravillosa habilidad para hablarnos con ternura y cercanía, su extraordinaria capacidad para empatizar con nosotros, me recuerdan que, por algo, su nombre es Emmanuel "Dios con nosotros" (Mateo 1,23); me traen a la cabeza que, por algo, "hasta los cabellos de la cabeza tenemos contados" (Mateo 10, 30; Lucas 12,7); y me viene a mano, que por algo, "nos lleva tatuados en sus palmas" (Isaías 49,16).

El Maestro llama nuestra atención y nos enseña. Siempre con un lenguaje directo y veraz a la par que sencillo y natural: mediante parábolas, comparaciones, metáforas y circunstancias de la vida común, del mundo mineral, vegetal, animal o humano... para que entendamos. 

Jesucristo hoy me habla de ovejas, lobos, serpientes y palomas. Y es que en toda palabra y enseñanza suya, brilla siempre un reflejo de la creación y de la voluntad del Padre: "Pregunta a las bestias y te instruirán; a las aves del cielo, y te informarán; habla con la tierra y te enseñará; te lo contarán los peces del mar" (Job 12,7-8).

Me envía, como cada mañana, a ser su testigo en el mundo. Y yo, tengo que "ponerme en marcha"en un mundo hostil y adverso, a correr por una jungla de sendas de asfalto y árboles de metal, a subsistir en un habitat lleno de amenazas y de depredadores, a transitar por un entorno donde rige "la ley de la selva" que me obliga inexorablemente a saber lo que soy, a qué me  enfrento y lo que tengo que hacer o decir, para no morir. 

¿Qué somos
Jesús, por si somos duros de oído o si andamos despistados, nos lo dice y nos avisa: "Os envío como ovejas entre lobos". El Cordero de Dios nos envía, como ovejas, aparentemente débiles e indefensas, para enfrentarnos a un mundo lleno de lobos, feroces y hambrientos. La primera respuesta, clarita y en la frente: ¡somos ovejas y no lobos¿las ovejas muerden para defenderse?
¿A qué nos enfrentamos?
Cristo, por si somos duros de cerviz o difíciles de mollera, nos contesta y nos advierte: "¡Cuidado con la gente! porque os odiarán, os juzgarán, os harán daño, os insultarán, os perseguirán y os matarán". El Crucificado nos dice que tomemos su yugo y aprendamos de Él, que es manso y humilde de corazón. ¡Vaya! ¡Menudo panorama más alentador! ¡Nos enfrentamos a odio y persecuciónEntonces, Señor...¿las ovejas pueden pensar y reaccionar?

¿Qué debemos hacer
Inmediatamente, el Señor, que siempre toma la iniciativa y se adelanta a nuestras dudas, miedos y necesidades, nos dice qué debemos hacer y cómo debemos actuar: "Sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas." Jesús nos enseña a ser sagaces y astutos, hábiles y cautelosos, a ser sutiles y a escondernos...pero también, a ser sencillos e inocentes, sinceros y naturales, a ser ágiles y a volar...¡Vaya! ¡Hemos dejado de ser ovejas para ser serpientes y palomas! ¡Maestro, por favor, explícate! ¡No te entendemos! ¿Somos ovejas, lobos, serpientes o palomas?
¿Qué tenemos que decir? 
Cargado de santa paciencia y sabiendo que, habitualmente malinterpretamos sus palabras, el Maestro hace una pausa, deja escapar un suspiro y nos dice que no nos preocupemos por nada: "En aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros." Los cristianos no estamos solos, tenemos al Espíritu Santo que nos guía, nos protege y nos ayuda. ¡Menos mal! ¡Tenemos al Espíritu Santo como auxilio!

Cristo me invita a aceptar mi vulnerabilidad pero sin que me desanime, a asumir mi fragilidad pero sin que me sienta desamparado, a esconderme entre las piedras cuando tenga que evitar el mal y a volar con las alas del Espíritu Santo cuando tenga que discernir.

Me enseña que la sagacidad no está reñida con la sencillez, que la astucia no está peleada con la inocencia, que la habilidad no está enfrentada a la sinceridad, que la cautela no está contrapuesta a la naturalidad, que la sutileza no está enemistada con la agilidad. 

Dios quiere que su rebaño corra los menos riesgos posibles pero si tiene que enfrentarse cara a cara con los lobos, quiere que se deje guiar y ayudar por Su Espíritu. La docilidad es un claro signo de pertenencia a Dios, de semejanza al Cordero de Dios, quien también evitó circunstancias innecesarias pero quien, llegada Su hora, se entregó con mansedumbre y aceptó con obediencia la voluntad el Padre.

Por tanto, somos siempre ovejas en medio de lobos, pero también serpientes y palomas, cuando tengamos que serlo. Dios nos dice que confiemos en Él. Tenemos permiso para "huir" y evitar las situaciones de peligro, para "volar" y discernir lo que el Espíritu nos suscita, y para "luchar" y enfrentarnos cara a cara con el Enemigo, pero siempre debe ser una lucha de resistencia activa ante el mal, de perseverancia y abandono en Dios. 
La Escritura nos muestra que patriarcas, reyes, profetas, apóstoles y hasta el mismo Jesús fueron ovejas, serpientes y palomas: Moisés huyó (Éxodo 2,15) y se enfrentó al faraón dejando hablar a Dios por su boca (Éxodo 4,15). David huyó (1 Samuel 19,12) y actuó contra el mal (1 Samuel 24,8). Jeremías huyó (Jeremías 37,11-12) y dejó que Dios hablara por su boca (Jeremías 38,17). Cristo se retiró (Lucas 9,10; Juan 8,59) y se dejó apresar en Getsemaní (Juan 18, 1-8). Pablo huyó (2 Corintios 11,33) y hablaba con franqueza y valentía porque el Espíritu daba testimonio por él (Hechos 13,46-47; 20,22-23).

Los cristianos debemos huir cuando debamos salvaguardar nuestra integridad, y enfrentarnos y dar testimonio cuando debamos glorificar a Dios. No somos "borregos bobalicones", como tampoco somos "lobos voraces". No somos cobardes, como tampoco somos temerarios. Al menos, Jesucristo no quiere que seamos así. 

Por eso nos instruye con sus palabras y sus hechos para que, sobre todo, nunca tratemos de luchar con las mismas armas del Enemigo. Eso es lo que nos diferencia a los cristianos de los que no lo son.

Y nos envía, delante de Él, de dos en dos, y nos insta a rezar: "Rogad al dueño de la mies"  (Lucas 10, 2). Nos da instrucciones para que salgamos sin preocuparnos por nuestras necesidades, Él se encargará: "No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino" (Lucas 10,4); para que vayamos en paz y que llevemos la paz por donde vayamos: "Paz a esta casa" (Lucas 1,5). Y para que, si no nos escuchan, salgamos y nos sacudamos el polvo de las sandalias: "Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado" (Lucas 1, 11). 

"Después de esto, ¿qué diremos? 
Si Dios está con nosotros, 
¿quién estará contra nosotros? "
(Romanos 8,31)

jueves, 18 de febrero de 2021

¿HAY ALGUIEN AHÍ?

"¿Por qué buscáis la felicidad, 
oh mortales, 
fuera de vosotros, 
cuando la tenéis 
dentro de vosotros mismos?"
(San Severino Boecio, filósofo y mártir católico)

El hombre, desde el principio y a lo largo de su historia, ha mirado siempre al cielo, buscando respuestasFascinado por ese infinito y oscuro manto que es el universo, y que según la ciencia, es fruto del la casualidad y del azar cósmico, ha buscado el origen y la causa de la "vida", allí donde no puede encontrarlos.

Esa búsqueda insaciable le ha llevado a asegurar que "no estamos solos". Y es cierto, no lo estamos. El ser humano se siente solo y abandonado desde que perdió de vista a Dios en el Edén y, desde entonces, "explora para encontrar" cuando debería "explorar para ser encontrado". 

Sin duda, el hombre ha desviado la búsqueda del anhelo de plenitud que Dios ha impreso en su corazón humano, hacia el ansía de encontrar "algo" distinto en el cosmos...quizás un sucedáneo del Creador, un sustituto de Dios. Busca "vida" en el espacio, la misma que ha despreciado y aniquilado en la tierra. Y continúa haciéndolo en el siglo XXI. 
Y si el hombre no es capaz de reconocer y valorar la vida en la tierra, en la creación, en la sociedad, en las leyes...¿Cómo va a ser capaz de reconocerla fuera de ellas? ¿Para qué buscar vida en el espacio? ¿Para aniquilarla? 

No cabe duda de la gran paradoja que supone lanzar al universo un "¿hay alguien ahí?", esperando encontrar una respuesta que nunca llegará si no viene de Dios. Empecinarse en explorar la posibilidad de encontrar vida fuera de la tierra, mientras se destruye y se denigra la existente en ella es un propósito absurdo e irracional. Empeñarse en buscar el origen de la "vida" en el caos mientras se niega con rotundidad la existencia del Autor de la Vida en la evidencia natural, es una contradicción en sí misma. 

En el fondo de ese "¿hay alguien ahí?" subyace una perversa y rebelde refutación de la presencia de Dios, cuya finalidad es despojarle de la autoría de la vida y otorgársela a una casualidad, a una matemática accidental, a un azar acientífico, es decir, al caos y a la nada. 

La ciencia busca insistentemente "demostrar" la no existencia de Dios, y por eso, busca desesperadamente una respuesta que "encaje hechosdentro de su premeditada y atea idea. Su escepticismo es, quizás para ella, sostenible en teoría pero insostenible en la práctica. La ciencia no puede rechazar, irracionalmente, ninguna teoría por el hecho de no gustarle o por no encajar con una idea preconcebida. Eso es, en sí misma, la antítesis del método científico.
Pero, además, es que Dios no es "científicamente demostrable" (desde un punto de vista empírico y humano) porque la ciencia es natural (depende del tiempo y del espacio), y Dios, sobrenatural (es eterno y omnipresente). Por tanto, está por encima de la ciencia, de la razón, de todo conocimiento y de todo cánon humano. En realidad, los cristianos tenemos la certeza que está por encima de todo.

Sin embargo, el hombre, creyéndose "como Dios" (Génesis 3,5), libre y autosuficiente, trata de afirmar su "endiosamiento" negando cualquier causa o autoría de la vida que provenga de Dios, es decir, que no se ajuste a la justificación de su voluntad o propósito. 

Buscamos mal, porque buscamos donde no podemos encontrar, como las mujeres del pasaje de Lucas 24,1-6: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí". Buscamos para "ver" y para "tocar"...para quedarnos convencidos con una explicación de la razón y de la lógica humanas que nos satisfaga. La Vida no está donde nosotros queremos buscarla o donde pretendemos encontrarla. Buscamos vida donde no la hay, y la destruimos donde la hay. Abrimos los horizontes y cerramos los corazones. 

Sólo podemos llegar a la Verdad cuando tomamos conciencia de nuestra propia ignorancia, de nuestra pequeñez e insignificancia; sólo podemos descubrir la Vida cuando tomamos conciencia de que nuestra propia existencia no nos pertenece; sólo podemos hallar el Camino cuando tomamos conciencia de que estamos perdidos.

¿De qué nos sirve encontrar indicios de agua o de vida en otros planetas o galaxias y, a la vez, negar al Creador de todo? ¿Vamos a encontrar allí la respuesta a la "gran pregunta" existencial? ¿Vamos a descubrir allí la "Causa" y el "Sentido" último de las cosas? ¿Qué propósito tiene buscar "agua" en lugar de buscar la "Fuente" de la que brota?

Busquemos "vida inteligente y superior", es decir, a Dios en nuestro corazón con la misma insistencia y vehemencia con las que buscamos "vida elemental" en el espacio.  Busquemos al autor de la vida, no fuera de la vida, sino en la propia vida, en la naturaleza, en la creación, en nuestro prójimo.

Si exploramos con los "ojos de Dios", en lugar de con los "ojos del hombre", le encontraremos. ¡Vive Dios que le encontraremos! ¡Porque ha resucitado y está vivo!

JHR

miércoles, 17 de febrero de 2021

CUARESMA: PREPARACION AL PARTO CRISTIANO

"Como la embarazada cuando le llega el parto
se retuerce y grita de dolor,
así estábamos en tu presencia, Señor:
concebimos, nos retorcimos, dimos a luz…
Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos
y cierra la puerta detrás de ti" 
(Isaías 26,17-18 y 20)

Hoy, miércoles de ceniza, comienza la Cuaresma, un camino de preparación interior para la Pascua, en el que los cristianos "entramos en nuestros aposentos", en la profundidad del alma, y "cerramos la puerta", al ruido exterior.

Ayer, desnudo en el oasis del Edén, el hombre "concibe" el pecado y la muerte, al dejarse seducir por un falso Esposo: "Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará (Génesis 3,16)

Ahora, vestida de sol en el desierto de Judea, la Iglesia, Esposa fiel del Cordero, está "encinta" gestando una nueva vida, fruto del amor del Esposo verdadero: "Una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta, y grita con dolores de parto y con el tormento de dar a luz (Apocalipsis 12,1-2)

La cuaresma es la preparación al parto cristianoes un estado preliminar a la inminencia del dolor y del sufrimiento en el momento del alumbramiento. La cuaresma es maduración e introspección, reflexión y meditación, respiración y discernimiento...es abstinencia generosa, es penitencia alegre, es oración confiada. 
La cuaresma es un desierto purificador, donde recibimos el maná del cielo, la Eucaristía, mientras sudamos en el polvo de nuestra humanidad: "Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás" (Génesis 3, 19).

La Cuaresma son los cuarenta días de lucha contra las tentaciones, los cuarenta días de "diluvio purificador", los cuarenta años de peregrinación. Allí, nos "desembarazamos" de lo material, de lo humano y de lo temporal, nos preparamos interiormente para "alumbrar" al ideal de hombre pensado por Dios y nos abandonamos al poder redentor de nuestro Señor. 

Se acerca la hora del parto, el trance de la Pasión de la cruz. Estamos preocupados, ansiosos y apurados porque llega el dolor y el sufrimiento del parto, pero sabemos que no hay nacimiento sin parto, no hay gracia sin desgracia, no hay vida sin muerte, no hay luz sin cruz"La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. (Juan 16,21).
Gritamos mientras nuestras fuerzas desfallecen, nuestros pensamientos se convulsionan, nuestros corazones desmayan y nuestros deseos se retuercen, presas del terror pecaminoso. Estupefactos, nos miramos el uno al otro, pero con los rostros encendidos de esperanza. Llega el día del Señor para probarnos, convertirnos y extirpar el pecado: "Dad alaridos: el Día del Señor está cerca, llega como la devastación del Todopoderoso. Por eso los brazos desfallecen, desmayan los corazones de la gente, son presas del terror; espasmos y convulsiones los dominan, se retuercen como parturienta, estupefactos se miran uno al otro, los rostros encendidos. El Día del Señor llega, implacable, la cólera y el ardor de su ira, para convertir el país en un desierto, y extirpar a los pecadores" (Isaías 13,6-9).

Nuestras entrañas se estremecen a causa del daño original, la angustia nos horroriza por lo que vemos alrededor, la ausencia de Dios en el mundo nos retuerce el alma. Pero nuestra esperanza se refuerza por lo que escuchamos en Su presencia poderosa, mientras nos arrodillamos ante el altar. 

Nos sobresaltamos por el atardecer que cubre de oscuridad la tierra, mientras nuestra fe nos conduce a preparar la mesa, ante la inminente llegada del Novio: "Por eso mis entrañas se estremecen, angustias de parto se apoderan de mí, me retuerzo por lo que escucho, me horrorizo por lo que veo. Mi corazón vacila, me domina el terror,  el deseado atardecer se me ha convertido en sobresalto. ¡Preparad la mesa, extended los tapices: a comer y beber!" (Isaías 21,3-5).
El desierto preparatorio no es un castigo sino una llamada a la conversión del corazón. La cólera del Señor no es una condena sino una salida de toda esclavitud y el ardor de la ira de Dios no es una sanción sino un camino depurador hacia la libertad de la Tierra Prometida.

Jesucristo nos suplica "Salid de ella, pueblo mío" (Apocalipsis 18,4). Salimos de la ciudad al campo, de la comodidad urbana a la inquietud rústica. Hacemos ayuno, penitencia y oración para huir de las tentaciones y recibir la recompensa prometida, para ser liberados y rescatados de las manos de nuestros enemigos: "Vas a salir de la ciudad, vas a vivir en el campo. Irás hasta Babilonia y allí serás liberada; allí te rescatará el Señor de las manos de tus enemigos" (Miqueas 4,10).

Éramos estériles, pero ahora germinamos en la buena tierra, esperando la hora para gritar de júbilo la resurrección de Cristo"Alégrate, estéril, la que no dabas a luz, rompe a gritar de júbilo, la que no tenías dolores de parto, porque serán muchos los hijos de la abandonada; más que los de la que tiene marido" (Gálatas 4,27).
Nos vestimos con el "morado" penitencial y litúrgico a la espera de que nuestro Señor nos cambie esa indumentaria por las vestiduras "blancas" de su gloria. Sufrimos, expectantes ante el nacimiento de una nueva humanidad gozosa y alegre, que ha sido reconciliada con el sufrimiento de Cristo como testimonio de un amor fecundo.

Ningún dolor es comparable a la gloria que se nos manifestará en la resurrección de nuestro Salvador y que nos traerá nuestra redención: "Pues considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo" (Romanos 8, 18-23).

JHR

lunes, 15 de febrero de 2021

ARREBATADOS EN ESPÍRITU

"¡Alegraos conmigo!"
(Lucas 15, 5 y 9)

Este fin de semana hemos contemplado el cielo en la tierra. "Arrebatados en Espíritu en el día del Señor", hemos sido transportados, como San Juan, a la liturgia celeste: la cohorte celeste en pleno se congregó alrededor del Trono para participar en una gran fiesta.

"Sonó una voz potente como de trompeta...era un Hijo de Hombre, en medio de los siete candelabros de oro, con cabellos blancos como la nieve y sus ojos como llama de fuego, que decía: No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente... escribe lo que estás viendo" (Apocalipsis 1,12-19).
Era el Resucitado, nuestro Señor Jesucristo, que nos hablaba a todos con autoridad y recibía en su casa con los brazos abiertos un grupo de cristianos, jóvenes y adultos, que se comprometían con Él, fundiéndose en un prolongado abrazo de amor (como en la parábola del hijo pródigo de Lucas 15,11-32).
El Señor, mirándoles a la cara uno a uno y hablándoles directamente al corazón, les dijo: "Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países, y os llevaré a vuestra tierra. Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios" (Ezequiel 36,24-28).

La esplendorosa visión del cielo, difícil de describir si no se vive, hizo realidad el Evangelio de Lucas 4,16-22: "Jesús ... se puso en pie para hacer la lectura y dijo: 'El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor'. Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirlos: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír". 

Y así, el Espíritu de Dios se cernió sobre todos nosotros, convirtiéndonos en alter christus ipse christus. Un nuevo Pentecostés que derramó sobre nuestras cabezas como llamaradas, sus siete dones. Una lluvia de gracias que roció nuestros corazones en un nuevo amanecer. Una unción de lo alto que llenó nuestras almas de gozo inefable.
Yo, desde el altar, invitado circunstancial y privilegiado, sentí una profunda alegría al ver el firme compromiso de estos "hombres nuevos en el Espíritu" que, delante del Cordero, renovaban de forma libre y consciente las promesas realizadas en el bautismo y le decían al Padre: "Abba" (Romanos 8,14-17). Fue un "sí" profundo y sincero...un confiado "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad" (Salmo 40,8-9).

Entonces Cristo nos dijo a todos: "¡Alegraos conmigo!" y todos los coros angélicos, a una sola voz, dijeron: "Bendito el que viene en el nombre del Señor... Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Salmo 118, 26-29).

El obispo D. Juan Antonio Martínez Camino que celebraba el sacramento en representación del "Único Sacerdote" nos habló de los tres olivos representados en las cristaleras de la parroquia.
                              
Los Tres Olivos, símbolos de los árboles del paraíso: a la izquierda, el árbol del conocimiento del bien y del mal, y a la derecha, el árbol de la vida; y en medio, el del Gólgota, el árbol de la Cruz, por el cual nuestro Señor cargó con nuestros pecados para conducirnos a la vida. Y encima de ellos, el Espíritu Santo.

Fue un maravilloso encuentro donde saboreamos la gloria divina y donde reforzamos nuestros lazos de amistad, de fraternidad, de comunión profunda entre nosotros y con Dios. 

El Señor nos vistió con la mejor túnica, nos puso un anillo en la mano y sandalias en los pies, sacrificó el toro cebado y celebró un gran banquete, con el que el Padre Dios selló su alianza eterna con nosotros y restableció nuestra dignidad como hijos suyos.

Esta vez no había ningún "hermano mayor". No hubo reproches ni envidias. Sensibles a su Palabra, dóciles a su Espíritu y vestidos de gala como "hombres nuevos", todos nos unimos alegres a la boda del Cordero con su Esposa, al don del amor gratuito que Dios otorga a su Iglesia, porque todos estábamos muertos y hemos resucitado.


JHR

SIGNOS DE DIOS

"¿Por qué esta generación reclama un signo?
En verdad os digo que no se le dará un signo a esta generación"
(Marcos 8,12)

Como cada día, la Palabra de Dios nos interpela y nos invita a discernir los signos de los tiempos.

Encerrados en nuestros deseos de bienestar, cegados por la razón y la ideología del mundo, absortos en las promesas del progreso tecnólogico, resguardados en las seguridades de la ciencia empírica... y sordos a la Gracia, le pedimos a Dios pruebas y demostraciones claras: ¡Haz un signo! ¡Haz un milagro! ¡Protégenos del virus! ¡Acaba con la pandemia!

Los hombres le pedimos (o le exigimos) a Dios la espectacularidad de grandes prodigios que atiendan nuestros deseos, la aparatosidad de pruebas que certifiquen de forma inequívoca su existencia y la verificación de seguridades fehacientes de su poder. Y todo, para ponerlo a prueba.

Sin embargo, somos incapaces de ver los milagros que, a diario, obra el Señor en silencio, sin alardes y sin aspavientos. Milagros realizados como signos de liberación del hombre de la "lepra" del pecado, no como solución a nuestros problemas cotidianos. Señales de curación de nuestra ceguera y de conversión de nuestro corazón, no como verificación de nuestra fe.
Dios, en medio de este mundo hostil creado por nosotros, nos regala su silencio para que comprendamos que sus milagros van siempre íntimamente unidos y precedidos de nuestra fe. 

Una fe que, aunque pequeña, es capaz de provocar la transformación de unos pocos panes en alimento para miles en el sacramento de la Eucaristía, de sanar enfermos y expulsar demonios en el sacramento de la Unción de enfermos o de perdonar los pecados en el sacramento de la Penitencia.

Y yo me pregunto: ¿Pongo a prueba mi fe? ¿veo sus milagros en los sacramentos? ¿Soy yo signo del amor de Dios? ¿Soy testigo de su Presencia?

viernes, 12 de febrero de 2021

FORMALISMO SIN AMOR

"Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, 
pero no tengo amor, 
no sería más que un metal que resuena 
o un címbalo que aturde. 
Si tuviera el don de profecía 
y conociera todos los secretos y todo el saber; 
si tuviera fe como para mover montañas, 
pero no tengo amor, no sería nada. 
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; 
si entregara mi cuerpo a las llamas, 
pero no tengo amor, de nada me serviría"
(1 Corintios 13,1-3)

Hoy queremos meditar sobre la delgada línea roja que separa la formalidad del formalismo, la responsabilidad del escrúpulo, la sensatez del recelo, la caridad del reproche, dentro del ámbito eclesial de nuestras comunidades parroquiales. 

En ocasiones, ocurre que en nuestras parroquias damos más importancia al "qué" y al "cómo", que al "para qué" o al "por qué" de las cosas: cuando recriminamos a quien no hace la venia al altar; cuando miramos con escrúpulo a quien se arrodilla para comulgar (o a quien no lo hace); cuando criticamos a quien canta o reza en alto en una adoración; cuando condenamos a quien se equivoca, sea cura o laico; cuando reprochamos a quien expresa una actitud alegre a Dios y a sus hermanos; cuando nos fijamos en lo exterior en lugar de lo interior; cuando vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro.

Cuando hacemos todo esto, cuando actuamos con intransigencia y con exceso de severidad, cuando juzgamos y condenamos a nuestros hermanos, no amamos. Ni a ellos ni a Dios. 

El formalismo es una degradación de la formalidad. Ser formalista tiene poco que ver con ser formal. Y desde luego, nada que ver con ser cristiano. Ser formal es la forma correcta de exteriorizar todos nuestros deseos y deberes de acuerdo a la voluntad de Dios. Pero, a veces, olvidamos la esencia de Su voluntad y nos quedamos en el aspecto externo del formalismo, nos obstinamos en el cumplimiento riguroso de métodos, maneras y preceptos, nos atrincheramos en el exceso de celo en la observancia de nuestros deberes cristianos. 

El cumplimiento del resto de los mandamientos es, sin duda, necesario, aunque secundario. No es lo principal.  El amor es el árbol de la vida del paraíso, es el don en el que se resume toda la Ley de Dios (Mateo 24,3740) y su primer fruto es la alegría. Sin amor ni alegría ¿Qué sentido tiene cualquier obra que hagamos?
San Pablo nos recuerda que todo lo que hagamos, lo hagamos con amor (1 Corintios 16,14) y por amor a nuestro prójimo (Gálatas 5,13-14). "El amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1 Corintios 13,7).

Santa Teresa de Calcuta nos recuerda que lo importante no es lo que hacemos para Dios, sino el amor con que lo hacemos y que quien tiene a Dios en su corazón, desborda de alegría. Nada tiene sentido si no hemos comprendido la ternura del amor de Dios.

Con frecuencia traspasamos la línea que Cristo marcó con su dedo en el suelo: cumplir su voluntad con amor, paciencia y mansedumbre, en lugar de actuar con impulsos irreflexivos o actitudes hipócritas. Cuando acusamos y juzgamos a nuestros hermanos, les condenamos a muerte, les apedreamos, les lapidamos. 
Cristo, a través del Apocalipsis de San Juan, nos anima, como a la Iglesia de Éfeso, a ser eficientes y veraces, a luchar por la verdad y perseverar en la doctrina, a odiar la mentira y a combatir las herejías, a perseverar en la persecución, pero nos exhorta a recordar el amor primero

Nos invita a recordar el por qué y el para qué hacemos todas las cosas. Nos sugiere evitar el exceso de formalismo y de legalismo en detrimento del amor, porque una Iglesia sin amor está muerta, un cristiano sin amor no es cristiano.

A medida que el amor por Cristo y por nuestros hermanos comienza a apagarse, el servicio se convierte en un sentido del "deber" y no del "querer". A medida que la caridad se enfría, la fe duda y la esperanza desconfía.

Los cristianos debemos recordar siempre el entusiasmo de antaño, la frescura con la que un día nos abrimos al Evangelio, la prontitud con la que tuvimos un encuentro con el Señor y acogimos el verdadero amor…

Debemos partir del verdadero amor antes que de la doctrina. Acoger a quienes nos han sido confiados y corregir a quienes lo necesiten, sin apagar el Espíritu. Amar es saber estar entre Dios y los hombres

Sin amor no hay “frutos de vida” sino de muerte. Sin amor no hay vida eterna, no hay inmortalidad ni plenitud. 

El Árbol de la vida está delante de nosotros: es la Cruz donde Cristo derrochó todo su amor y nos convirtió en “Vivientes” como Él. Si somos sus seguidores, debemos seguir su ejemplo.

JHR

jueves, 11 de febrero de 2021

¿POR QUÉ FALTA UNA TRIBU DE ISRAEL EN EL APOCALIPSIS?

"Oí también el número de los sellados, 
ciento cuarenta y cuatro mil, 
de todas las tribus de Israel. 
De la tribu de Judá, doce mil sellados; 
de la tribu de Rubén, doce mil; 
de la tribu de Gad, doce mil; 
de la tribu de Aser, doce mil; 
de la tribu de Neftalí, doce mil; 
de la tribu de Manasés, doce mil; 
de la tribu de Simeón, doce mil; 
de la tribu de Leví, doce mil; 
de la tribu de Isacar, doce mil;
de la tribu de Zabulón, doce mil; 
de la tribu de José, doce mil; 
de la tribu de Benjamín, doce mil sellados. 
(Apocalipsis 7, 4-8)

En el capítulo 7 del Apocalipsis, San Juan describe el número de los sellados: los 144.000 de todas las tribus de Israel. Sin embargo, en esa lista no figura la tribu de Dan (que ha sido sustituida en la posición nº 6 por la de Manasés, en referencia a Efraín, hijo de José y hermano de Manasés) ni tampoco en la genealogía de 1 Crónicas 1-9, donde se incluyen detallan todas las demás tribus de Israel, aunque sí figura en la repartición final de la tierra prometida de Ezequiel 48.

Trataremos de ver el por qué de su exclusión y qué sentido simbólico tiene, a la luz de la Sagrada Escritura, y de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia:

Lo que dice  la Palabra de Dios
En el libro de Génesis, Jacob reúne a sus hijos para contarles lo que ocurriría en el futuro. De la tribu de Dan dice"Dan es culebra junto al camino, víbora junto al sendero. Muerde los talones del caballo, y cae de espaldas su jinete. Espero tu salvación, Señor" (Génesis 49,17-18). El propio Jacob le señala con la marca de la serpiente que muerde el talón, en referencia a la hostilidad entre la Mujer y la serpiente (Génesis 3, 14-15). Más adelante, la rebeldía hacia Dios de la tribu de Dan hará honor a su comparacion con el reptil.
En el libro de Jueces se relata cómo la tribu de Dan (5º hijo de Jacob), la segunda más numerosa, formada por distintos y divididos clanes, buscaba un asentamiento. La tierra que originalmente le fue asignada se encontraba en la zona costera central de la tierra de Canaán, entre Judá, Benjamín, Efraín y los filisteos.

Sin embargo, desde allí subieron hacia el norte, a la zona montañosa de Efraín para conquistar una ciudad llamada Lais, donde se asentaron. Allí erigieron una imagen para adorarla y su idolatría duró cerca de 500 años... "hasta el día de la deportación del país" (Jueces 18, 30). A lo largo de toda su historia, la tribu de Dan ha sido un claro ejemplo de apostasía e idolatría.
Lo que dice la Tradición Apóstolica y el Magisterio de la Iglesia

Ya en el siglo I, los apostóles Mateo, Pablo y Juan pusieron en alerta a las comunidades cristianas de la influencia de los idólatras (1 Tesalonicenses 1,9; Gálatas 5,19-21; 1 Corintios 10,7-14; Romanos 1,23;  1 Juan 5,21), los falsos profetas (Mateo 7,15-16; 2 Corintios 11,13-15; Apocalipsis 2,20) y los anticristos (1 Juan 2,18-22; 4,3).

A partir de los siglos II y III, surje el gnosticismo, herejía que negaba la divinidad de Dios y de la que los padres de la Iglesia, relacionando esta herejía con la figura del anticristo, advertían de su grave peligro como la encarnación del Mal, en oposición antagónica a Cristo, la Encarnación del Bien. 

San Ireneo (siglo II), en su obra "Contra las herejías", afirma que la tribu de Dan es la "descendencia de la serpiente", fuente del gnosticismo, de la idolatría, la apostasía y la herejía y por tanto, origen del Anticristo que, con sus herejías e idolatrías, "reinará durante tres años y medio, y se sentará en el trono de Jerusalén". Acosará, atacará y perseguirá constantemente a la descendencia de la mujer, la Iglesia. Dirá que es Dios y obligará a todos a rendirle culto.
Tertuliano (siglo II), en su obra "Contra Marción", afirma que "el anticristo se revelará antes de que venga el Señor, se jactará de ser Dios y hará que todos lo adoren". Dice que tanto los anticristos presentes (herejes que dividían la Iglesia) como el anticristo final y futuro (encarnación del mal) perseguirían al pueblo de Dios.

San Hipólito de Roma (siglo III), en su obra "Sobre Cristo y el anticristo", dice que el anticristo es una imitación pervertida de Cristo: "Tendrá origen judío, enviará a apóstoles, reunirá a personas repartidas por todo el mundo, sellará a sus seguidores, aparecerá bajo forma humana y construirá un templo en Jerusalén. Surgirá de un 'Imperio Romano' compuesto por diez reinos que durará tres años y medio y que perseguirá a los cristianos que se nieguen a adorarle".

Cipriano de Cartago (siglo III), Cirilo de Jerusalén y Lactancio (siglo IV) afirman que el anticristo "será el undécimo rey de un Imperio Romano dividido y fragmentado, nacido de un espíritu maligno, déspota, mentiroso y destructor del hombre que dominará con poder, magia y hechicería, reconstruirá el templo judío destruido erigiéndose como Hijo de Dios y perseguirá a los justos de Dios".

San Jerónimo (siglo V) afirma que el anticristo tendría "origen judío, que nacería de una virgen y que en él habitaría el propio Satanás", Tambié que el Imperio Romano se dividiría en diez reinos que serían conquistados por el anticristo, el undécimo rey.

Coincidencias
Es importante resaltar las similitudes que relacionan a la tribu de Dan con la descendencia de la serpiente y, por tanto, del Anticristo, así como las coincidencias entre las doce tribus de Israel y los doce apóstoles como pueblo de Dios y como Iglesia:
-La tribu de Dan traicionó a Dios por su idolatría a otros dioses. Judas Iscariote traicionó a Cristo por su idolatría a otro dios: el dinero. 

-Los evangelios sinópticos cambian a Judas por Matías de la lista de los doce apóstoles. El "evangelio del Resucitado" cambia  la tribu de Dan por la de Manasés/Efraín.

-La figura de Judas fue utilizada por el gnosticismo para interpretar el mensaje de Cristo de una forma esotérica y simbólica. La figura de la New Age es utilizada hoy por estos mismos grupos gnósticos para interpretar la fe como una espiritualidad mágica, ocultista y cabalística.

-El Espíritu de Dios habitaba en el hombre y retenía la maldad en la tierra en tiempos de Noé (Génesis 6,1-7). El Espíritu Santo que habita en la Iglesia, retiene el mal en nuestros tiempos .

Conclusiones

La disposición que San Juan hace de los 144.000 sellados nos permite concluir que esta lista posee un intencionado sentido simbólico y tipológico sobre el número 666 al colocar a la tribu de Manasés en el sexto lugar, sustituyendo a la tribu de Dan, marcada en el antiguo Testamento con el número seis (que simboliza al hombre, creado el sexto día; alejado del siete, que es la perfección/Dios; y también, la imperfección, el pecado), por su relación con la apostasía y el Anticristo. Tres veces seis simboliza la trinidad diabólica, la máxima perversión y maldad.

La relación entre la lista de las Doce Tribus de Israel y la lista de los Doce Apóstoles (sustitución de Judas Iscariote por Matías) nos permite concluir que el autor del Apocalipsis también estaría haciendo un paralelo simbólico y tipológico ente el Antiguo y el Nuevo Testamento, lo que cierra su cadena de significados ocultos apocalípticos y proféticos, totalmente contenida y sintetizada en el número 666.

De una forma velada, San Juan nos presenta las figuras "bestiales" con las que Satanás intenta su rebelde, grotesca y perversa imitación de Dios. Con su Revelación, nos ofrece una riqueza simbólica que sólo podemos entender a la luz del Espiritu Santo. Sólo siendo "arrebatados en espiritu" seremos capaces de acceder a una dimensión mística y espiritual que nos conduzca a la comprensión de los signos de los tiempos y a dicernir el Plan de Dios en la historia del hombre.

JHR