¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.

jueves, 18 de febrero de 2021

¿HAY ALGUIEN AHÍ?

"¿Por qué buscáis la felicidad, 
oh mortales, 
fuera de vosotros, 
cuando la tenéis 
dentro de vosotros mismos?"
(San Severino Boecio, filósofo y mártir católico)

El hombre, desde el principio y a lo largo de su historia, ha mirado siempre al cielo, buscando respuestasFascinado por ese infinito y oscuro manto que es el universo, y que según la ciencia, es fruto del la casualidad y del azar cósmico, ha buscado el origen y la causa de la "vida", allí donde no puede encontrarlos.

Esa búsqueda insaciable le ha llevado a asegurar que "no estamos solos". Y es cierto, no lo estamos. El ser humano se siente solo y abandonado desde que perdió de vista a Dios en el Edén y, desde entonces, "explora para encontrar" cuando debería "explorar para ser encontrado". 

Sin duda, el hombre ha desviado la búsqueda del anhelo de plenitud que Dios ha impreso en su corazón humano, hacia el ansía de encontrar "algo" distinto en el cosmos...quizás un sucedáneo del Creador, un sustituto de Dios. Busca "vida" en el espacio, la misma que ha despreciado y aniquilado en la tierra. Y continúa haciéndolo en el siglo XXI. 
Y si el hombre no es capaz de reconocer y valorar la vida en la tierra, en la creación, en la sociedad, en las leyes...¿Cómo va a ser capaz de reconocerla fuera de ellas? ¿Para qué buscar vida en el espacio? ¿Para aniquilarla? 

No cabe duda de la gran paradoja que supone lanzar al universo un "¿hay alguien ahí?", esperando encontrar una respuesta que nunca llegará si no viene de Dios. Empecinarse en explorar la posibilidad de encontrar vida fuera de la tierra, mientras se destruye y se denigra la existente en ella es un propósito absurdo e irracional. Empeñarse en buscar el origen de la "vida" en el caos mientras se niega con rotundidad la existencia del Autor de la Vida en la evidencia natural, es una contradicción en sí misma. 

En el fondo de ese "¿hay alguien ahí?" subyace una perversa y rebelde refutación de la presencia de Dios, cuya finalidad es despojarle de la autoría de la vida y otorgársela a una casualidad, a una matemática accidental, a un azar acientífico, es decir, al caos y a la nada. 

La ciencia busca insistentemente "demostrar" la no existencia de Dios, y por eso, busca desesperadamente una respuesta que "encaje hechosdentro de su premeditada y atea idea. Su escepticismo es, quizás para ella, sostenible en teoría pero insostenible en la práctica. La ciencia no puede rechazar, irracionalmente, ninguna teoría por el hecho de no gustarle o por no encajar con una idea preconcebida. Eso es, en sí misma, la antítesis del método científico.
Pero, además, es que Dios no es "científicamente demostrable" (desde un punto de vista empírico y humano) porque la ciencia es natural (depende del tiempo y del espacio), y Dios, sobrenatural (es eterno y omnipresente). Por tanto, está por encima de la ciencia, de la razón, de todo conocimiento y de todo cánon humano. En realidad, los cristianos tenemos la certeza que está por encima de todo.

Sin embargo, el hombre, creyéndose "como Dios" (Génesis 3,5), libre y autosuficiente, trata de afirmar su "endiosamiento" negando cualquier causa o autoría de la vida que provenga de Dios, es decir, que no se ajuste a la justificación de su voluntad o propósito. 

Buscamos mal, porque buscamos donde no podemos encontrar, como las mujeres del pasaje de Lucas 24,1-6: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí". Buscamos para "ver" y para "tocar"...para quedarnos convencidos con una explicación de la razón y de la lógica humanas que nos satisfaga. La Vida no está donde nosotros queremos buscarla o donde pretendemos encontrarla. Buscamos vida donde no la hay, y la destruimos donde la hay. Abrimos los horizontes y cerramos los corazones. 

Sólo podemos llegar a la Verdad cuando tomamos conciencia de nuestra propia ignorancia, de nuestra pequeñez e insignificancia; sólo podemos descubrir la Vida cuando tomamos conciencia de que nuestra propia existencia no nos pertenece; sólo podemos hallar el Camino cuando tomamos conciencia de que estamos perdidos.

¿De qué nos sirve encontrar indicios de agua o de vida en otros planetas o galaxias y, a la vez, negar al Creador de todo? ¿Vamos a encontrar allí la respuesta a la "gran pregunta" existencial? ¿Vamos a descubrir allí la "Causa" y el "Sentido" último de las cosas? ¿Qué propósito tiene buscar "agua" en lugar de buscar la "Fuente" de la que brota?

Busquemos "vida inteligente y superior", es decir, a Dios en nuestro corazón con la misma insistencia y vehemencia con las que buscamos "vida elemental" en el espacio.  Busquemos al autor de la vida, no fuera de la vida, sino en la propia vida, en la naturaleza, en la creación, en nuestro prójimo.

Si exploramos con los "ojos de Dios", en lugar de con los "ojos del hombre", le encontraremos. ¡Vive Dios que le encontraremos! ¡Porque ha resucitado y está vivo!

JHR

miércoles, 17 de febrero de 2021

CUARESMA: PREPARACION AL PARTO CRISTIANO

"Como la embarazada cuando le llega el parto
se retuerce y grita de dolor,
así estábamos en tu presencia, Señor:
concebimos, nos retorcimos, dimos a luz…
Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos
y cierra la puerta detrás de ti" 
(Is 26,17-18 y 20)

Hoy, miércoles de ceniza, comienza la Cuaresma, un camino de preparación interior para la Pascua, en el que los cristianos "entramos en nuestros aposentos", en la profundidad del alma, y "cerramos la puerta", al ruido exterior.

Ayer, desnudo en el oasis del Edén, el hombre "concibe" el pecado y la muerte, al dejarse seducir por un falso Esposo: "Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará (Gn 3,16)

Ahora, vestida de sol en el desierto de Judea, la Iglesia, Esposa fiel del Cordero, está "encinta" gestando una nueva vida, fruto del amor del Esposo verdadero: "Una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta, y grita con dolores de parto y con el tormento de dar a luz (Ap 12,1-2)

La cuaresma es la preparación al parto cristianoes un estado preliminar a la inminencia del dolor y del sufrimiento en el momento del alumbramiento. La cuaresma es maduración e introspección, reflexión y meditación, respiración y discernimiento...es abstinencia generosa, es penitencia alegre, es oración confiada. 
La cuaresma es un desierto purificador, donde recibimos el maná del cielo, la Eucaristía, mientras sudamos en el polvo de nuestra humanidad: "Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás" (Gn 3, 19).

La Cuaresma son los cuarenta días de lucha contra las tentaciones, los cuarenta días de "diluvio purificador", los cuarenta años de peregrinación. Allí, nos "desembarazamos" de lo material, de lo humano y de lo temporal, nos preparamos interiormente para "alumbrar" al ideal de hombre pensado por Dios y nos abandonamos al poder redentor de nuestro Señor. 

Se acerca la hora del parto, el trance de la Pasión de la cruz. Estamos preocupados, ansiosos y apurados porque llega el dolor y el sufrimiento del parto, pero sabemos que no hay nacimiento sin parto, no hay gracia sin desgracia, no hay vida sin muerte, no hay luz sin cruz"La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. (Jn 16,21).
Gritamos mientras nuestras fuerzas desfallecen, nuestros pensamientos se convulsionan, nuestros corazones desmayan y nuestros deseos se retuercen, presas del terror pecaminoso. Estupefactos, nos miramos el uno al otro, pero con los rostros encendidos de esperanza. Llega el día del Señor para probarnos, convertirnos y extirpar el pecado: "Dad alaridos: el Día del Señor está cerca, llega como la devastación del Todopoderoso. Por eso los brazos desfallecen, desmayan los corazones de la gente, son presas del terror; espasmos y convulsiones los dominan, se retuercen como parturienta, estupefactos se miran uno al otro, los rostros encendidos. El Día del Señor llega, implacable, la cólera y el ardor de su ira, para convertir el país en un desierto, y extirpar a los pecadores" (Ia 13,6-9).

Nuestras entrañas se estremecen a causa del daño original, la angustia nos horroriza por lo que vemos alrededor, la ausencia de Dios en el mundo nos retuerce el alma. Pero nuestra esperanza se refuerza por lo que escuchamos en Su presencia poderosa, mientras nos arrodillamos ante el altar. 

Nos sobresaltamos por el atardecer que cubre de oscuridad la tierra, mientras nuestra fe nos conduce a preparar la mesa, ante la inminente llegada del Novio: "Por eso mis entrañas se estremecen, angustias de parto se apoderan de mí, me retuerzo por lo que escucho, me horrorizo por lo que veo. Mi corazón vacila, me domina el terror,  el deseado atardecer se me ha convertido en sobresalto. ¡Preparad la mesa, extended los tapices: a comer y beber!" (Is 21,3-5).
El desierto preparatorio no es un castigo sino una llamada a la conversión del corazón. La cólera del Señor no es una condena sino una salida de toda esclavitud y el ardor de la ira de Dios no es una sanción sino un camino depurador hacia la libertad de la Tierra Prometida.

Jesucristo nos suplica "Salid de ella, pueblo mío" (Apocalipsis 18,4). Salimos de la ciudad al campo, de la comodidad urbana a la inquietud rústica. Hacemos ayuno, penitencia y oración para huir de las tentaciones y recibir la recompensa prometida, para ser liberados y rescatados de las manos de nuestros enemigos: "Vas a salir de la ciudad, vas a vivir en el campo. Irás hasta Babilonia y allí serás liberada; allí te rescatará el Señor de las manos de tus enemigos" (Miq 4,10).

Éramos estériles, pero ahora germinamos en la buena tierra, esperando la hora para gritar de júbilo la resurrección de Cristo"Alégrate, estéril, la que no dabas a luz, rompe a gritar de júbilo, la que no tenías dolores de parto, porque serán muchos los hijos de la abandonada; más que los de la que tiene marido" (Gal 4,27).
Nos vestimos con el "morado" penitencial y litúrgico a la espera de que nuestro Señor nos cambie esa indumentaria por las vestiduras "blancas" de su gloria. Sufrimos, expectantes ante el nacimiento de una nueva humanidad gozosa y alegre, que ha sido reconciliada con el sufrimiento de Cristo como testimonio de un amor fecundo.

Ningún dolor es comparable a la gloria que se nos manifestará en la resurrección de nuestro Salvador y que nos traerá nuestra redención: "Pues considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8, 18-23).

JHR

lunes, 15 de febrero de 2021

ARREBATADOS EN ESPÍRITU

"¡Alegraos conmigo!"
(Lucas 15, 5 y 9)

Este fin de semana hemos contemplado el cielo en la tierra. "Arrebatados en Espíritu en el día del Señor", hemos sido transportados, como San Juan, a la liturgia celeste: la cohorte celeste en pleno se congregó alrededor del Trono para participar en una gran fiesta.

"Sonó una voz potente como de trompeta...era un Hijo de Hombre, en medio de los siete candelabros de oro, con cabellos blancos como la nieve y sus ojos como llama de fuego, que decía: No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente... escribe lo que estás viendo" (Apocalipsis 1,12-19).
Era el Resucitado, nuestro Señor Jesucristo, que nos hablaba a todos con autoridad y recibía en su casa con los brazos abiertos un grupo de cristianos, jóvenes y adultos, que se comprometían con Él, fundiéndose en un prolongado abrazo de amor (como en la parábola del hijo pródigo de Lucas 15,11-32).
El Señor, mirándoles a la cara uno a uno y hablándoles directamente al corazón, les dijo: "Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países, y os llevaré a vuestra tierra. Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios" (Ezequiel 36,24-28).

La esplendorosa visión del cielo, difícil de describir si no se vive, hizo realidad el Evangelio de Lucas 4,16-22: "Jesús ... se puso en pie para hacer la lectura y dijo: 'El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor'. Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirlos: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír". 

Y así, el Espíritu de Dios se cernió sobre todos nosotros, convirtiéndonos en alter christus ipse christus. Un nuevo Pentecostés que derramó sobre nuestras cabezas como llamaradas, sus siete dones. Una lluvia de gracias que roció nuestros corazones en un nuevo amanecer. Una unción de lo alto que llenó nuestras almas de gozo inefable.
Yo, desde el altar, invitado circunstancial y privilegiado, sentí una profunda alegría al ver el firme compromiso de estos "hombres nuevos en el Espíritu" que, delante del Cordero, renovaban de forma libre y consciente las promesas realizadas en el bautismo y le decían al Padre: "Abba" (Romanos 8,14-17). Fue un "sí" profundo y sincero...un confiado "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad" (Salmo 40,8-9).

Entonces Cristo nos dijo a todos: "¡Alegraos conmigo!" y todos los coros angélicos, a una sola voz, dijeron: "Bendito el que viene en el nombre del Señor... Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Salmo 118, 26-29).

El obispo D. Juan Antonio Martínez Camino que celebraba el sacramento en representación del "Único Sacerdote" nos habló de los tres olivos representados en las cristaleras de la parroquia.
                              
Los Tres Olivos, símbolos de los árboles del paraíso: a la izquierda, el árbol del conocimiento del bien y del mal, y a la derecha, el árbol de la vida; y en medio, el del Gólgota, el árbol de la Cruz, por el cual nuestro Señor cargó con nuestros pecados para conducirnos a la vida. Y encima de ellos, el Espíritu Santo.

Fue un maravilloso encuentro donde saboreamos la gloria divina y donde reforzamos nuestros lazos de amistad, de fraternidad, de comunión profunda entre nosotros y con Dios. 

El Señor nos vistió con la mejor túnica, nos puso un anillo en la mano y sandalias en los pies, sacrificó el toro cebado y celebró un gran banquete, con el que el Padre Dios selló su alianza eterna con nosotros y restableció nuestra dignidad como hijos suyos.

Esta vez no había ningún "hermano mayor". No hubo reproches ni envidias. Sensibles a su Palabra, dóciles a su Espíritu y vestidos de gala como "hombres nuevos", todos nos unimos alegres a la boda del Cordero con su Esposa, al don del amor gratuito que Dios otorga a su Iglesia, porque todos estábamos muertos y hemos resucitado.


JHR

SIGNOS DE DIOS

"¿Por qué esta generación reclama un signo?
En verdad os digo que no se le dará un signo a esta generación"
(Marcos 8,12)

Como cada día, la Palabra de Dios nos interpela y nos invita a discernir los signos de los tiempos.

Encerrados en nuestros deseos de bienestar, cegados por la razón y la ideología del mundo, absortos en las promesas del progreso tecnólogico, resguardados en las seguridades de la ciencia empírica... y sordos a la Gracia, le pedimos a Dios pruebas y demostraciones claras: ¡Haz un signo! ¡Haz un milagro! ¡Protégenos del virus! ¡Acaba con la pandemia!

Los hombres le pedimos (o le exigimos) a Dios la espectacularidad de grandes prodigios que atiendan nuestros deseos, la aparatosidad de pruebas que certifiquen de forma inequívoca su existencia y la verificación de seguridades fehacientes de su poder. Y todo, para ponerlo a prueba.

Sin embargo, somos incapaces de ver los milagros que, a diario, obra el Señor en silencio, sin alardes y sin aspavientos. Milagros realizados como signos de liberación del hombre de la "lepra" del pecado, no como solución a nuestros problemas cotidianos. Señales de curación de nuestra ceguera y de conversión de nuestro corazón, no como verificación de nuestra fe.
Dios, en medio de este mundo hostil creado por nosotros, nos regala su silencio para que comprendamos que sus milagros van siempre íntimamente unidos y precedidos de nuestra fe. 

Una fe que, aunque pequeña, es capaz de provocar la transformación de unos pocos panes en alimento para miles en el sacramento de la Eucaristía, de sanar enfermos y expulsar demonios en el sacramento de la Unción de enfermos o de perdonar los pecados en el sacramento de la Penitencia.

Y yo me pregunto: ¿Pongo a prueba mi fe? ¿veo sus milagros en los sacramentos? ¿Soy yo signo del amor de Dios? ¿Soy testigo de su Presencia?

viernes, 12 de febrero de 2021

FORMALISMO SIN AMOR

"Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, 
pero no tengo amor, 
no sería más que un metal que resuena 
o un címbalo que aturde. 
Si tuviera el don de profecía 
y conociera todos los secretos y todo el saber; 
si tuviera fe como para mover montañas, 
pero no tengo amor, no sería nada. 
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; 
si entregara mi cuerpo a las llamas, 
pero no tengo amor, de nada me serviría"
(1 Co 13,1-3)

Hoy queremos meditar sobre la delgada línea roja que separa la formalidad del formalismo, la responsabilidad del escrúpulo, la sensatez del recelo, la caridad del reproche, dentro del ámbito eclesial de nuestras comunidades parroquiales. 

En ocasiones, ocurre que en nuestras parroquias damos más importancia al "qué" y al "cómo", que al "para qué" o al "por qué" de las cosas: cuando recriminamos a quien no hace la venia al altar; cuando miramos con escrúpulo a quien se arrodilla para comulgar (o a quien no lo hace); cuando criticamos a quien canta o reza en alto en una adoración; cuando condenamos a quien se equivoca, sea cura o laico; cuando reprochamos a quien expresa una actitud alegre a Dios y a sus hermanos; cuando nos fijamos en lo exterior en lugar de lo interior; cuando vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro.

Cuando hacemos todo esto, cuando actuamos con intransigencia y con exceso de severidad, cuando juzgamos y condenamos a nuestros hermanos, no amamos. Ni a ellos ni a Dios. 

El formalismo es una degradación de la formalidad. Ser formalista tiene poco que ver con ser formal. Y desde luego, nada que ver con ser cristiano. Ser formal es la forma correcta de exteriorizar todos nuestros deseos y deberes de acuerdo a la voluntad de Dios. Pero, a veces, olvidamos la esencia de Su voluntad y nos quedamos en el aspecto externo del formalismo, nos obstinamos en el cumplimiento riguroso de métodos, maneras y preceptos, nos atrincheramos en el exceso de celo en la observancia de nuestros deberes cristianos. 

El cumplimiento del resto de los mandamientos es, sin duda, necesario, aunque secundario. No es lo principal.  El amor es el árbol de la vida del paraíso, es el don en el que se resume toda la Ley de Dios (Mt 24,3740) y su primer fruto es la alegría. Sin amor ni alegría ¿Qué sentido tiene cualquier obra que hagamos?
San Pablo nos recuerda que todo lo que hagamos, lo hagamos con amor (1 Co 16,14) y por amor a nuestro prójimo (Gal 5,13-14). "El amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1 Co 13,7).

Santa Teresa de Calcuta nos recuerda que lo importante no es lo que hacemos para Dios, sino el amor con que lo hacemos y que quien tiene a Dios en su corazón, desborda de alegría. Nada tiene sentido si no hemos comprendido la ternura del amor de Dios.

Con frecuencia traspasamos la línea que Cristo marcó con su dedo en el suelo: cumplir su voluntad con amor, paciencia y mansedumbre, en lugar de actuar con impulsos irreflexivos o actitudes hipócritas. Cuando acusamos y juzgamos a nuestros hermanos, les condenamos a muerte, les apedreamos, les lapidamos. 
Cristo, a través del Apocalipsis de San Juan, nos anima, como a la Iglesia de Éfeso, a ser eficientes y veraces, a luchar por la verdad y perseverar en la doctrina, a odiar la mentira y a combatir las herejías, a perseverar en la persecución, pero nos exhorta a recordar el amor primero

Nos invita a recordar el por qué y el para qué hacemos todas las cosas. Nos sugiere evitar el exceso de formalismo y de legalismo en detrimento del amor, porque una Iglesia sin amor está muerta, un cristiano sin amor no es cristiano.

A medida que el amor por Cristo y por nuestros hermanos comienza a apagarse, el servicio se convierte en un sentido del "deber" y no del "querer". A medida que la caridad se enfría, la fe duda y la esperanza desconfía.

Los cristianos debemos recordar siempre el entusiasmo de antaño, la frescura con la que un día nos abrimos al Evangelio, la prontitud con la que tuvimos un encuentro con el Señor y acogimos el verdadero amor…

Debemos partir del verdadero amor antes que de la doctrina. Acoger a quienes nos han sido confiados y corregir a quienes lo necesiten, sin apagar el Espíritu. Amar es saber estar entre Dios y los hombres

Sin amor no hay “frutos de vida” sino de muerte. Sin amor no hay vida eterna, no hay inmortalidad ni plenitud. 

El Árbol de la vida está delante de nosotros: es la Cruz donde Cristo derrochó todo su amor y nos convirtió en “Vivientes” como Él. Si somos sus seguidores, debemos seguir su ejemplo.

JHR

jueves, 11 de febrero de 2021

¿POR QUÉ FALTA UNA TRIBU DE ISRAEL EN EL APOCALIPSIS?

"Oí también el número de los sellados, 
ciento cuarenta y cuatro mil, 
de todas las tribus de Israel. 
De la tribu de Judá, doce mil sellados; 
de la tribu de Rubén, doce mil; 
de la tribu de Gad, doce mil; 
de la tribu de Aser, doce mil; 
de la tribu de Neftalí, doce mil; 
de la tribu de Manasés, doce mil; 
de la tribu de Simeón, doce mil; 
de la tribu de Leví, doce mil; 
de la tribu de Isacar, doce mil;
de la tribu de Zabulón, doce mil; 
de la tribu de José, doce mil; 
de la tribu de Benjamín, doce mil sellados. 
(Apocalipsis 7, 4-8)

En el capítulo 7 del Apocalipsis, San Juan describe el número de los sellados: los 144.000 de todas las tribus de Israel. Sin embargo, en esa lista no figura la tribu de Dan (que ha sido sustituida en la posición nº 6 por la de Manasés, en referencia a Efraín, hijo de José y hermano de Manasés) ni tampoco en la genealogía de 1 Crónicas 1-9, donde se incluyen detallan todas las demás tribus de Israel, aunque sí figura en la repartición final de la tierra prometida de Ezequiel 48.

Trataremos de ver el por qué de su exclusión y qué sentido simbólico tiene, a la luz de la Sagrada Escritura, y de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia:

Lo que dice  la Palabra de Dios
En el libro de Génesis, Jacob reúne a sus hijos para contarles lo que ocurriría en el futuro. De la tribu de Dan dice"Dan es culebra junto al camino, víbora junto al sendero. Muerde los talones del caballo, y cae de espaldas su jinete. Espero tu salvación, Señor" (Génesis 49,17-18). El propio Jacob le señala con la marca de la serpiente que muerde el talón, en referencia a la hostilidad entre la Mujer y la serpiente (Génesis 3, 14-15). Más adelante, la rebeldía hacia Dios de la tribu de Dan hará honor a su comparacion con el reptil.
En el libro de Jueces se relata cómo la tribu de Dan (5º hijo de Jacob), la segunda más numerosa, formada por distintos y divididos clanes, buscaba un asentamiento. La tierra que originalmente le fue asignada se encontraba en la zona costera central de la tierra de Canaán, entre Judá, Benjamín, Efraín y los filisteos.

Sin embargo, desde allí subieron hacia el norte, a la zona montañosa de Efraín para conquistar una ciudad llamada Lais, donde se asentaron. Allí erigieron una imagen para adorarla y su idolatría duró cerca de 500 años... "hasta el día de la deportación del país" (Jueces 18, 30). A lo largo de toda su historia, la tribu de Dan ha sido un claro ejemplo de apostasía e idolatría.
Lo que dice la Tradición Apóstolica y el Magisterio de la Iglesia

Ya en el siglo I, los apostóles Mateo, Pablo y Juan pusieron en alerta a las comunidades cristianas de la influencia de los idólatras (1 Tesalonicenses 1,9; Gálatas 5,19-21; 1 Corintios 10,7-14; Romanos 1,23;  1 Juan 5,21), los falsos profetas (Mateo 7,15-16; 2 Corintios 11,13-15; Apocalipsis 2,20) y los anticristos (1 Juan 2,18-22; 4,3).

A partir de los siglos II y III, surje el gnosticismo, herejía que negaba la divinidad de Dios y de la que los padres de la Iglesia, relacionando esta herejía con la figura del anticristo, advertían de su grave peligro como la encarnación del Mal, en oposición antagónica a Cristo, la Encarnación del Bien. 

San Ireneo (siglo II), en su obra "Contra las herejías", afirma que la tribu de Dan es la "descendencia de la serpiente", fuente del gnosticismo, de la idolatría, la apostasía y la herejía y por tanto, origen del Anticristo que, con sus herejías e idolatrías, "reinará durante tres años y medio, y se sentará en el trono de Jerusalén". Acosará, atacará y perseguirá constantemente a la descendencia de la mujer, la Iglesia. Dirá que es Dios y obligará a todos a rendirle culto.
Tertuliano (siglo II), en su obra "Contra Marción", afirma que "el anticristo se revelará antes de que venga el Señor, se jactará de ser Dios y hará que todos lo adoren". Dice que tanto los anticristos presentes (herejes que dividían la Iglesia) como el anticristo final y futuro (encarnación del mal) perseguirían al pueblo de Dios.

San Hipólito de Roma (siglo III), en su obra "Sobre Cristo y el anticristo", dice que el anticristo es una imitación pervertida de Cristo: "Tendrá origen judío, enviará a apóstoles, reunirá a personas repartidas por todo el mundo, sellará a sus seguidores, aparecerá bajo forma humana y construirá un templo en Jerusalén. Surgirá de un 'Imperio Romano' compuesto por diez reinos que durará tres años y medio y que perseguirá a los cristianos que se nieguen a adorarle".

Cipriano de Cartago (siglo III), Cirilo de Jerusalén y Lactancio (siglo IV) afirman que el anticristo "será el undécimo rey de un Imperio Romano dividido y fragmentado, nacido de un espíritu maligno, déspota, mentiroso y destructor del hombre que dominará con poder, magia y hechicería, reconstruirá el templo judío destruido erigiéndose como Hijo de Dios y perseguirá a los justos de Dios".

San Jerónimo (siglo V) afirma que el anticristo tendría "origen judío, que nacería de una virgen y que en él habitaría el propio Satanás", Tambié que el Imperio Romano se dividiría en diez reinos que serían conquistados por el anticristo, el undécimo rey.

Coincidencias
Es importante resaltar las similitudes que relacionan a la tribu de Dan con la descendencia de la serpiente y, por tanto, del Anticristo, así como las coincidencias entre las doce tribus de Israel y los doce apóstoles como pueblo de Dios y como Iglesia:
-La tribu de Dan traicionó a Dios por su idolatría a otros dioses. Judas Iscariote traicionó a Cristo por su idolatría a otro dios: el dinero. 

-Los evangelios sinópticos cambian a Judas por Matías de la lista de los doce apóstoles. El "evangelio del Resucitado" cambia  la tribu de Dan por la de Manasés/Efraín.

-La figura de Judas fue utilizada por el gnosticismo para interpretar el mensaje de Cristo de una forma esotérica y simbólica. La figura de la New Age es utilizada hoy por estos mismos grupos gnósticos para interpretar la fe como una espiritualidad mágica, ocultista y cabalística.

-El Espíritu de Dios habitaba en el hombre y retenía la maldad en la tierra en tiempos de Noé (Génesis 6,1-7). El Espíritu Santo que habita en la Iglesia, retiene el mal en nuestros tiempos .

Conclusiones

La disposición que San Juan hace de los 144.000 sellados nos permite concluir que esta lista posee un intencionado sentido simbólico y tipológico sobre el número 666 al colocar a la tribu de Manasés en el sexto lugar, sustituyendo a la tribu de Dan, marcada en el antiguo Testamento con el número seis (que simboliza al hombre, creado el sexto día; alejado del siete, que es la perfección/Dios; y también, la imperfección, el pecado), por su relación con la apostasía y el Anticristo. Tres veces seis simboliza la trinidad diabólica, la máxima perversión y maldad.

La relación entre la lista de las Doce Tribus de Israel y la lista de los Doce Apóstoles (sustitución de Judas Iscariote por Matías) nos permite concluir que el autor del Apocalipsis también estaría haciendo un paralelo simbólico y tipológico ente el Antiguo y el Nuevo Testamento, lo que cierra su cadena de significados ocultos apocalípticos y proféticos, totalmente contenida y sintetizada en el número 666.

De una forma velada, San Juan nos presenta las figuras "bestiales" con las que Satanás intenta su rebelde, grotesca y perversa imitación de Dios. Con su Revelación, nos ofrece una riqueza simbólica que sólo podemos entender a la luz del Espiritu Santo. Sólo siendo "arrebatados en espiritu" seremos capaces de acceder a una dimensión mística y espiritual que nos conduzca a la comprensión de los signos de los tiempos y a dicernir el Plan de Dios en la historia del hombre.

JHR

lunes, 8 de febrero de 2021

LA EJEMPLARIDAD DEL CRISTIANO

"Muéstrate en todo como un modelo de buena conducta; 
en la enseñanza sé íntegro y grave, 
irreprochable en la sana doctrina, 
a fin de que los adversarios sientan vergüenza 
al no poder decir nada malo de nosotros" 
(Tito 2,7-8)

En nuestra cultura actual, donde el testimonio cobra una importancia significativa, los cristianos debemos mostrar una ejemplaridad intachable. Sin embargo y por desgracia, algunas personas dentro del pueblo de Dios han mantenido y mantienen conductas reprochables y deleznables que han manchado y ofendido gravemente el nombre de Dios, motivando que muchas personas hayan perdido la fe y se hayan alejado de la Iglesia, acusándola de falta de ejemplaridad.

Parafraseando una célebre frase, me atrevo a decir que "El cristiano no sólo debe ser bueno sino también parecerlo". Un seguidor de Cristo debe ser siempre coherente en sus hechos y auténtico en sus palabras, para así, ser irreprochable (Filipenses 2,15). 

El cristiano, "luz del mundo", debe mostrar siempre a Dios en sus actos y en sus dichos, de forma que haga de su vida ordinaria, un ejemplo extraordinario; de las cosas temporales, una demostración de las eternas; de los asuntos naturales, una razón de los sobrenaturales; de las cuestiones intrascendentes, una evidencia de las trascendentales.
La ejemplaridad del cristiano se fundamenta en la imitación de cinco modelos: divino, cristiano, mariano, apostólico y laico:

Ejemplaridad divina o imitación de Dios 

¿A quién hemos de imitar? ¿Cuál es nuestro modelo, nuestro paradigma a seguir? 

Efesios 5,1 dice: "Sed imitadores de Dios, como hijos queridos", y Mateo 5,48 dice: "Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto". 

Por tanto, los cristianos estamos llamados a imitar a Dios, a ser perfectos como lo es Dios. Nuestra vocacióncomo hijos queridos de Dios Padre, es la perfección, es decir, la santidad.
La clave para alcanzar imitar a Dios nos la da San Juan Crisóstomo: "Haciendo el bien al prójimo, imitamos a Dios, nos asimilamos a Él, somos casi Dios". Y hacer el bien a nuestro prójimo significa amarle como a un hermano, pues somos hijos de un mismo Dios que nos ama.

Por tanto, porque Dios nos ama, nos invita a amarle a Él sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos. En esto se resume la Ley de Dios, el ejemplo divino que hemos de seguir.

Ejemplaridad cristiana o imitación de Cristo 

Entonces ¿Cómo imitar a Dios a quien no vemos? 

El propio Hijo de Dios nos responde: "Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Quien me ha visto a mí ha visto al Padre" (Juan 14,6 y 9). 

Por tanto, imitando a Cristo, imagen substancial del Padre, imitamos también a Dios. Para llegar al Padre, para llegar a ser como Dios, tenemos que hacerlo a través de Cristo, siguiendo su ejemplo, imitándole.

San Pablo nos habla de la ejemplaridad cristiana: "Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la Palabra en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo. Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes..." (1 Tesalonicenses 1,6-7). 

Para San Pablo, la ejemplaridad cristiana supone reproducir a Cristo en nosotros: "Porque a los que había conocido de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo" (Romanos 8,29)

Por tanto, estamos llamados a configurarnos en Cristo, tanto en su naturaleza humana, como el prototipo de una vida irreprochable de santidad y virtud, como en su naturaleza divina, que nos configura por la gracia de la filiación divina. 

Cristo es nuestro primer y mayor modelo de ejemplaridad.

Ejemplaridad mariana o imitación de la Virgen

Tras nuestro máximo ejemplo y modelo absoluto de perfección a imitar, Jesucristo, encontramos a su madre, la Virgen María, ejemplo refulgente y primicia de actitudes, virtudes y gracias. 
María es una "primicia" cristiana: es la primera llamada, la primera creyente, la primera cristiana, la primera discípula, la primera bienaventurada... El "Sí" de María es el acto más ejemplar de apertura y confianza en Dios, de obediencia y seguimiento de la misión salvífica de Cristo, y de docilidad y abandono a la acción del Espíritu Santo.

La vida de la Virgen es un ideal de virtudes teologales y cardinales; un modelo de humildad, y mansedumbre; un paradigma de silencio y escucha; un ejemplo de contemplación y meditación; un prototipo de abnegación y servicio.

Su presencia a los pies de la Cruz es un ejemplo único de fortaleza ante el sufrimiento y el dolor, de aceptación de la voluntad de Dios ante la infamia humana, de participación en la obra salvífica de Jesucristo.

María es el "molde perfecto" del cristiano, el espejo de justicia, virtudes y gracias (Apocalipsis 12,1); es el paradigma de compromiso y fecundidad (Génesis 3,15), es el ideal de obediencia y de fidelidad, es el modelo de esclavitud de amor y de bendición (Lucas 1,38-42)...

Ejemplaridad apostólica o imitación del Apóstol 

En su carta a la Iglesia de Corinto, San Pablo nos insta a "ser imitadores míos como yo lo soy de Cristo" (1 Corintios 11,1; 4,16; Filipenses 3,17), es decir, a la imitación apostólica como forma de ejemplaridad cristiana.
x
El Apóstol llama nuestra atención y nos exhorta a ser cristianamente reflexivos frente a los que emulan a Judas, para que imitemos a los verdaderos apóstoles y fieles seguidores de Jesús. 

Nos estimula, más que imitar palabras o ideas, a seguir los ejemplos de obras de virtud que configuran la unidad de la Iglesia de Cristo.

La misión de un apóstol es germinar la semilla fructífera del ejemplo. Un ejemplo de servicio y humildad"El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido" (Mateo 23,11-12).

El Apóstol es nuestro segundo paradigma porque imita la ejemplaridad de Cristo, practica sus virtudes con intensidad y constancia, adquiere la unión íntima con el Señor y cumple la misión encomendada por Jesús: "Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado" (Mateo 28,19-20).

Ejemplaridad laica o imitación de los santos 

La Iglesia, no sólo nos enseña la verdad de Cristo con la teoría a través de la sucesión apostólica, sino que la transmite con el ejemplo y por ello, nos exhorta a imitar la vida de los santos: la de San Agustín con su pasado mundano, la de San Francisco Javier que se dedicó a la misión evangelizadora de Asia, la de Santa Margarita María Alacoque que sufrió la incomprensión de los suyos, San Maximiliano Kolbe o Santa Catalina de Sienna que defendieron la verdad, la de Santa Teresa de Calcuta o San Francisco de Asís que entregaron su vida para servir y amar al pobre, etc.
La ejemplaridad de los santos tiene su máxima expresión en la humildad con que asumen sus propios pecados, la docilidad con la que aceptan la gracia divina y la manera con la que proclaman la verdad con palabras y obras. 

No son nuestros méritos ni nuestras capacidades las que nos hacen ser ejemplos auténticos y veraces de servicio y amor a Dios y al prójimo, sino los dones que recibimos del Espíritu Santo que hacen realidad el dicho de que "Dios no elige a los capacitados sino que capacita a los elegidos".

San Lucas en los Hechos de los apóstoles nos muestra otro aspecto de la ejemplaridad de los santos en la figura de San Pablo: "No he cometido delito ni contra la ley de los judíos ni contra el templo ni contra César". La ejemplaridad laica también implica cumplir los compromisos y las leyes humanas, para así, dar testimonio de Dios también en el ámbito pagano. 

La ejemplaridad del cristiano, en definitiva, es seguir la huellas de Cristo en el cumplimiento de la voluntad el Padre. Estas huellas o características cristianas se encuentran detalladas en Mateo 5, 3-12 y Lucas 6,20-23: son las Bienaventuranzas

JHR

miércoles, 3 de febrero de 2021

¿ACASO SOY YO EL GUARDÍAN DE MI HERMANO?

"Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: 
Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, 
ni te desanimes por su reprensión; 
porque el Señor reprende a los que ama 
y castiga a sus hijos preferidos. 
Soportáis la prueba para vuestra corrección, 
porque Dios os trata como a hijos, 
pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? 
Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, 
es que sois bastardos y no hijos (...)
Dios nos educa para nuestro bien, 
para que participemos de su santidad. 
Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, 
sino que duele; 
pero luego produce fruto apacible de justicia 
a los ejercitados en ella.
Procurad que nadie se quede sin la gracia de Dios, 
y que ninguna raíz amarga rebrote y haga daño, 
contaminando a muchos."
(Hebreos 12,5-8 y 10-11)

¿Por qué nos cuesta tanto corregir y ser corregidos? ¿Estamos negando la existencia del pecado y sus cosecuencias? ¿Justificamos el error y el mal? ¿Adoptamos una actitud indolente e indiferente hacia nuestros hermanos? ¿Hemos olvidado lo que Dios Padre nos dice acerca de nuestros hermanos?

Desgraciadamente vivimos en un mundo que oculta, justifica e incluso niega el pecado y las consecuencias que se derivan de él. Y si no hay pecado, nadie hace mal y, por tanto, no es necesaria corrección alguna. Lo vemos en nuestra vida cotidiana: los padres no corrigen a sus hijos, los profesores no reprenden a sus alumnos, los amigos no advierten a sus compañeros, los cristianos no enmiendan a sus hermanos...

Por ello, sin una noción de pecado, el mal campa a sus anchas y el insensato queda esclavizado, a la espera de su muerte: "Su propia maldad atrapa al malvado, queda preso en los lazos de su pecado; morirá por no dejarse corregir, tanta insensatez lo perderá" (Proverbios 5, 22-23). Quien no sabe que está equivocado, camina en oscuridad hacia su perdición.

Es cierto que toda corrección es difícil, molesta y desagradable para quien la ejerce, y más aún, para quien la recibe. Sin embargo, es misión del cristiano hacer ver el error a quien se equivoca. Corregir no es juzgar a nuestro hermano, no es criticarle ni condenarle. Corregir es ayudarle, es amarle. Quien ama, corrige; quien no ama, muestra indiferencia. 

Dios nos ha creado para vivir en comunión, Cristo nos ha liberado del pecado y el Espíritu Santo nos ha insertado, por el bautismo, en la familia de Dios. Por tanto, no podemos desentendernos de nuestros hermanos ni caer en la actitud cainita y homicida de "¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?" (Génesis 4,9). Sí, todos somos guardianes de nuestros hermanos.

La corrección fraterna es un acto de caridad con el que el cristiano advierte a su prójimo del error, le ilumina y le ayuda a retomar el camino hacia la santidad: "Animaos, por el contrario, los unos a los otros, cada día, mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca, engañado por el pecado" (Hebreos 3, 13).

La corrección fraterna es un instrumento de crecimiento necesario para alcanzar la madurez espiritual, y un mandato de Dios, quien como buen Padre misericordioso, lo ha establecido por y para nuestro bien, por y para nuestra salvación: "Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano" (Mateo 18,15).
Pero la Serpiente, que es muy sibilina, ha seducido la mente del hombre para que vea el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal como algo apetecible e inocuo, provocando un pensamiento negacionista del pecado y una mentalidad indiferente e insensible ante las consecuencias de comer de él. 

El Enemigo, que es un mentiroso, después de tentar y hacer sucumbir la voluntad del hombre para atraparle en el pecado, le vuelve a engañar negando sus consecuencias y haciéndole creer que no pasa nada. Es más, le suscita la falaz idea de que la corrección es una falta de misericordia hacia los demás y por tanto, no debe realizarse.

Aunque, en principio, la falta de corrección no supone implícitamente una expresión directa de odio, sí supone un pecado de omisión, además de una falta de caridad de quien no la ejerce, y un impedimento, a quien no es corregido, para alcanzar la gracia y la santidad: "Peor eres tú callando que él faltando" (San Agustín, Sermón 82, 7).

La falta de corrección, como dice San José María Escrivá, "esconde una comodidad cómplice del mal y una falta de responsabilidad a quienes huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna —suya y de los otros— por sus omisiones, que son verdaderos pecados" .

Los cristianos debemos huir de esa visión claramente errónea, excesivamente humana y poco sobrenatural, que nos lleva a pensar que es improcedente o inoportuno ejercer la corrección a un hermano por temor a dañarle, por sentir que nuestro propio pecado nos impide corregir otros o por creer que no es posible la mejora en el corregido.
Los cristianos necesitamos actualizar continuamente nuestra necesidad de estar en gracia y de alcanzar la santidad, para nosotros y para los demás. Si seguimos el ejemplo de Cristo, debemos renovar constantemente nuestra obligación de mostrar humildad, compasión y amor ante los fallos del prójimo, así como de aceptar de buen grado la propia corrección con el ejercicio de esas mismas virtudes, unidas a un sincero agradecimiento.

En realidad, si mostramos indiferencia o rechazo a la corrección, no sólo estaremos desentendiéndonos y despreocupándonos de nuestro prójimo sino que además, estaremos negando la misericordia de Dios, rechazando el amor..., es decir, estaremos pecando contra el Espíritu, algo que no tiene perdón (Mateo 12, 31-32).

Por tanto, a la pregunta clara y directa que nos hace el Señor: "¿Dónde está tu hermano?"...¿Responderé con indiferencia e indolencia? 
O diré: "Aquí está mi hermano, a quien me has mandado guardar" 

JHR