"Esperaba la dicha, me vino el fracaso;
anhelaba la luz, llegó la oscuridad.
Me hierven las entrañas sin cesar,
enfrentado a días de aflicción"
(Job 30,26-27)
¿Quién no se ha sentido alguna vez decepcionado, desilusionado o incluso, engañado? ¿Quién no se ha sentido triste ante una situación que no se ha desarrollado como esperaba? ¿Quién no se ha sentido dolido en algún momento de la vida por una traición o infidelidad?
El diccionario de la RAE define decepción (del latín deceptio, -onis, del verbo decipere, engañar, defraudar, burlar) como el pesar o tristeza causados por un desengaño o una contrariedad.
También, hace referencia al verbo decapere (coger, capturar), término relacionado con la caza, con la trampa o con el engaño que un cazador utiliza para capturar a su presa: el prefijo de- hace referencia a un descenso, a una caída, y capere hace referencia al hecho de coger, capturar.
Aunque es cierto que la deceptio suele producir una sensación de tristeza o incluso, de traición a causa de un desengaño por alguien querido o respetado, más bien debería provocar todo lo contrario, puesto que des-engaño significa dejar de estar engañado, salir del engaño.
Ocurre que, normalmente, esa sensación de pesar proviene más de sentirse engañado y "capturado", de haber "caído en la trampa" y no haberse dado cuenta, que del daño propiamente infringido por el otro. Incluso, a veces, es el resultado de un auto engaño. Sin embargo, yo prefiero decir que la decepción es la distancia entre la expectativa y la realidad. El camino entre la esperanza depositada en el ser humano y su propia naturaleza caída.
La historia universal nos muestra en numerosas ocasiones y de forma fehaciente que el hombre es decepcionante por naturaleza: con el prójimo, consigo mismo y con Dios. Y mi experiencia personal, también lo corrobora por la cantidad de veces que he decepcionado a otros y por las que me he sentido decepcionado, defraudado o traicionado por otros. Sin ir más lejos, ahora mismo, según escribo este artículo.
No obstante, se me hace imprescindible escuchar y aprender de la pedagogía divina. Y para eso, Dios nos ha regalado Su Palabra. No hago mas que recordar el pasaje de los discípulos de Emaús cuando, de camino hacia su aldea, le dicen a Jesús: "Nosotros esperábamos..." (Lc 24,21-25). Expectativas humanas...no divinas.
San Pablo en su primera carta a los Corintios nos exhorta también a no caer en la decepción, sino a amar, cuando dice: "El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca" (1 Cor 13,4-8). Amor divino...y también humano.
Y es que el amor al que los cristianos estamos llamados, para con Dios y para con el prójimo, nunca puede decir "deberías...", "tienes que...", "yo esperaba...". El amor jamás fuerza ni violenta. No impone ni exige. Y tampoco se decepciona...
Por eso, debo estar agradecido. No puedo estar decepcionado con nadie, de la misma forma que estoy convencido que Dios jamás se decepciona con ninguno de nosotros. Y no lo hace porque nos ama. Sufre, pero no por Él, que es fiel, sino por nosotros, que no lo somos. Padece, pero no por egoísmo, sino por el dolor de un Padre cuando ve a sus hijos caer una y mil veces, y aún así es capaz de dar la vida por cada uno de ellos (de nosotros).
Cuesta y no es fácil, pero así debo entenderlo: si me decepciono es porque no amo; sino porque deseo "ser amado", "ser reconocido", "ser correspondido", de un modo egoísta. Y no es ese el mensaje del amor.
Es necesario aprender del amor divino. Y es que la única expectativa que no falla, la única persona que jamás decepciona, el único que es siempre fiel, es Dios. Salir del engaño es dejarse seducir por el amor divino que, primero nos demuestra y luego nos exhorta a imitar. Se trata de, primero, dejarse amar por Dios para poder amar después al prójimo. Y amando al prójimo, amar a Dios. "La pescadilla que se muerde la cola"...
No es fácil, pero si de verdad quiero ser perfecto en el amor como mi padre celestial (Mt 5,48), tengo que huir de la decepción e imitar la regla de oro evangélica: el amor que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.