¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.

lunes, 8 de febrero de 2021

LA EJEMPLARIDAD DEL CRISTIANO

"Muéstrate en todo como un modelo de buena conducta; 
en la enseñanza sé íntegro y grave, 
irreprochable en la sana doctrina, 
a fin de que los adversarios sientan vergüenza 
al no poder decir nada malo de nosotros" 
(Tito 2,7-8)

En nuestra cultura actual, donde el testimonio cobra una importancia significativa, los cristianos debemos mostrar una ejemplaridad intachable. Sin embargo y por desgracia, algunas personas dentro del pueblo de Dios han mantenido y mantienen conductas reprochables y deleznables que han manchado y ofendido gravemente el nombre de Dios, motivando que muchas personas hayan perdido la fe y se hayan alejado de la Iglesia, acusándola de falta de ejemplaridad.

Parafraseando una célebre frase, me atrevo a decir que "El cristiano no sólo debe ser bueno sino también parecerlo". Un seguidor de Cristo debe ser siempre coherente en sus hechos y auténtico en sus palabras, para así, ser irreprochable (Filipenses 2,15). 

El cristiano, "luz del mundo", debe mostrar siempre a Dios en sus actos y en sus dichos, de forma que haga de su vida ordinaria, un ejemplo extraordinario; de las cosas temporales, una demostración de las eternas; de los asuntos naturales, una razón de los sobrenaturales; de las cuestiones intrascendentes, una evidencia de las trascendentales.
La ejemplaridad del cristiano se fundamenta en la imitación de cinco modelos: divino, cristiano, mariano, apostólico y laico:

Ejemplaridad divina o imitación de Dios 

¿A quién hemos de imitar? ¿Cuál es nuestro modelo, nuestro paradigma a seguir? 

Efesios 5,1 dice: "Sed imitadores de Dios, como hijos queridos", y Mateo 5,48 dice: "Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto". 

Por tanto, los cristianos estamos llamados a imitar a Dios, a ser perfectos como lo es Dios. Nuestra vocacióncomo hijos queridos de Dios Padre, es la perfección, es decir, la santidad.
La clave para alcanzar imitar a Dios nos la da San Juan Crisóstomo: "Haciendo el bien al prójimo, imitamos a Dios, nos asimilamos a Él, somos casi Dios". Y hacer el bien a nuestro prójimo significa amarle como a un hermano, pues somos hijos de un mismo Dios que nos ama.

Por tanto, porque Dios nos ama, nos invita a amarle a Él sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos. En esto se resume la Ley de Dios, el ejemplo divino que hemos de seguir.

Ejemplaridad cristiana o imitación de Cristo 

Entonces ¿Cómo imitar a Dios a quien no vemos? 

El propio Hijo de Dios nos responde: "Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Quien me ha visto a mí ha visto al Padre" (Juan 14,6 y 9). 

Por tanto, imitando a Cristo, imagen substancial del Padre, imitamos también a Dios. Para llegar al Padre, para llegar a ser como Dios, tenemos que hacerlo a través de Cristo, siguiendo su ejemplo, imitándole.

San Pablo nos habla de la ejemplaridad cristiana: "Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la Palabra en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo. Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes..." (1 Tesalonicenses 1,6-7). 

Para San Pablo, la ejemplaridad cristiana supone reproducir a Cristo en nosotros: "Porque a los que había conocido de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo" (Romanos 8,29)

Por tanto, estamos llamados a configurarnos en Cristo, tanto en su naturaleza humana, como el prototipo de una vida irreprochable de santidad y virtud, como en su naturaleza divina, que nos configura por la gracia de la filiación divina. 

Cristo es nuestro primer y mayor modelo de ejemplaridad.

Ejemplaridad mariana o imitación de la Virgen

Tras nuestro máximo ejemplo y modelo absoluto de perfección a imitar, Jesucristo, encontramos a su madre, la Virgen María, ejemplo refulgente y primicia de actitudes, virtudes y gracias. 
María es una "primicia" cristiana: es la primera llamada, la primera creyente, la primera cristiana, la primera discípula, la primera bienaventurada... El "Sí" de María es el acto más ejemplar de apertura y confianza en Dios, de obediencia y seguimiento de la misión salvífica de Cristo, y de docilidad y abandono a la acción del Espíritu Santo.

La vida de la Virgen es un ideal de virtudes teologales y cardinales; un modelo de humildad, y mansedumbre; un paradigma de silencio y escucha; un ejemplo de contemplación y meditación; un prototipo de abnegación y servicio.

Su presencia a los pies de la Cruz es un ejemplo único de fortaleza ante el sufrimiento y el dolor, de aceptación de la voluntad de Dios ante la infamia humana, de participación en la obra salvífica de Jesucristo.

María es el "molde perfecto" del cristiano, el espejo de justicia, virtudes y gracias (Apocalipsis 12,1); es el paradigma de compromiso y fecundidad (Génesis 3,15), es el ideal de obediencia y de fidelidad, es el modelo de esclavitud de amor y de bendición (Lucas 1,38-42)...

Ejemplaridad apostólica o imitación del Apóstol 

En su carta a la Iglesia de Corinto, San Pablo nos insta a "ser imitadores míos como yo lo soy de Cristo" (1 Corintios 11,1; 4,16; Filipenses 3,17), es decir, a la imitación apostólica como forma de ejemplaridad cristiana.
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El Apóstol llama nuestra atención y nos exhorta a ser cristianamente reflexivos frente a los que emulan a Judas, para que imitemos a los verdaderos apóstoles y fieles seguidores de Jesús. 

Nos estimula, más que imitar palabras o ideas, a seguir los ejemplos de obras de virtud que configuran la unidad de la Iglesia de Cristo.

La misión de un apóstol es germinar la semilla fructífera del ejemplo. Un ejemplo de servicio y humildad"El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido" (Mateo 23,11-12).

El Apóstol es nuestro segundo paradigma porque imita la ejemplaridad de Cristo, practica sus virtudes con intensidad y constancia, adquiere la unión íntima con el Señor y cumple la misión encomendada por Jesús: "Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado" (Mateo 28,19-20).

Ejemplaridad laica o imitación de los santos 

La Iglesia, no sólo nos enseña la verdad de Cristo con la teoría a través de la sucesión apostólica, sino que la transmite con el ejemplo y por ello, nos exhorta a imitar la vida de los santos: la de San Agustín con su pasado mundano, la de San Francisco Javier que se dedicó a la misión evangelizadora de Asia, la de Santa Margarita María Alacoque que sufrió la incomprensión de los suyos, San Maximiliano Kolbe o Santa Catalina de Sienna que defendieron la verdad, la de Santa Teresa de Calcuta o San Francisco de Asís que entregaron su vida para servir y amar al pobre, etc.
La ejemplaridad de los santos tiene su máxima expresión en la humildad con que asumen sus propios pecados, la docilidad con la que aceptan la gracia divina y la manera con la que proclaman la verdad con palabras y obras. 

No son nuestros méritos ni nuestras capacidades las que nos hacen ser ejemplos auténticos y veraces de servicio y amor a Dios y al prójimo, sino los dones que recibimos del Espíritu Santo que hacen realidad el dicho de que "Dios no elige a los capacitados sino que capacita a los elegidos".

San Lucas en los Hechos de los apóstoles nos muestra otro aspecto de la ejemplaridad de los santos en la figura de San Pablo: "No he cometido delito ni contra la ley de los judíos ni contra el templo ni contra César". La ejemplaridad laica también implica cumplir los compromisos y las leyes humanas, para así, dar testimonio de Dios también en el ámbito pagano. 

La ejemplaridad del cristiano, en definitiva, es seguir la huellas de Cristo en el cumplimiento de la voluntad el Padre. Estas huellas o características cristianas se encuentran detalladas en Mateo 5, 3-12 y Lucas 6,20-23: son las Bienaventuranzas

JHR

miércoles, 3 de febrero de 2021

¿ACASO SOY YO EL GUARDÍAN DE MI HERMANO?

"Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: 
Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, 
ni te desanimes por su reprensión; 
porque el Señor reprende a los que ama 
y castiga a sus hijos preferidos. 
Soportáis la prueba para vuestra corrección, 
porque Dios os trata como a hijos, 
pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? 
Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, 
es que sois bastardos y no hijos (...)
Dios nos educa para nuestro bien, 
para que participemos de su santidad. 
Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, 
sino que duele; 
pero luego produce fruto apacible de justicia 
a los ejercitados en ella.
Procurad que nadie se quede sin la gracia de Dios, 
y que ninguna raíz amarga rebrote y haga daño, 
contaminando a muchos."
(Hebreos 12,5-8 y 10-11)

¿Por qué nos cuesta tanto corregir y ser corregidos? ¿Estamos negando la existencia del pecado y sus cosecuencias? ¿Justificamos el error y el mal? ¿Adoptamos una actitud indolente e indiferente hacia nuestros hermanos? ¿Hemos olvidado lo que Dios Padre nos dice acerca de nuestros hermanos?

Desgraciadamente vivimos en un mundo que oculta, justifica e incluso niega el pecado y las consecuencias que se derivan de él. Y si no hay pecado, nadie hace mal y, por tanto, no es necesaria corrección alguna. Lo vemos en nuestra vida cotidiana: los padres no corrigen a sus hijos, los profesores no reprenden a sus alumnos, los amigos no advierten a sus compañeros, los cristianos no enmiendan a sus hermanos...

Por ello, sin una noción de pecado, el mal campa a sus anchas y el insensato queda esclavizado, a la espera de su muerte: "Su propia maldad atrapa al malvado, queda preso en los lazos de su pecado; morirá por no dejarse corregir, tanta insensatez lo perderá" (Proverbios 5, 22-23). Quien no sabe que está equivocado, camina en oscuridad hacia su perdición.

Es cierto que toda corrección es difícil, molesta y desagradable para quien la ejerce, y más aún, para quien la recibe. Sin embargo, es misión del cristiano hacer ver el error a quien se equivoca. Corregir no es juzgar a nuestro hermano, no es criticarle ni condenarle. Corregir es ayudarle, es amarle. Quien ama, corrige; quien no ama, muestra indiferencia. 

Dios nos ha creado para vivir en comunión, Cristo nos ha liberado del pecado y el Espíritu Santo nos ha insertado, por el bautismo, en la familia de Dios. Por tanto, no podemos desentendernos de nuestros hermanos ni caer en la actitud cainita y homicida de "¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?" (Génesis 4,9). Sí, todos somos guardianes de nuestros hermanos.

La corrección fraterna es un acto de caridad con el que el cristiano advierte a su prójimo del error, le ilumina y le ayuda a retomar el camino hacia la santidad: "Animaos, por el contrario, los unos a los otros, cada día, mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca, engañado por el pecado" (Hebreos 3, 13).

La corrección fraterna es un instrumento de crecimiento necesario para alcanzar la madurez espiritual, y un mandato de Dios, quien como buen Padre misericordioso, lo ha establecido por y para nuestro bien, por y para nuestra salvación: "Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano" (Mateo 18,15).
Pero la Serpiente, que es muy sibilina, ha seducido la mente del hombre para que vea el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal como algo apetecible e inocuo, provocando un pensamiento negacionista del pecado y una mentalidad indiferente e insensible ante las consecuencias de comer de él. 

El Enemigo, que es un mentiroso, después de tentar y hacer sucumbir la voluntad del hombre para atraparle en el pecado, le vuelve a engañar negando sus consecuencias y haciéndole creer que no pasa nada. Es más, le suscita la falaz idea de que la corrección es una falta de misericordia hacia los demás y por tanto, no debe realizarse.

Aunque, en principio, la falta de corrección no supone implícitamente una expresión directa de odio, sí supone un pecado de omisión, además de una falta de caridad de quien no la ejerce, y un impedimento, a quien no es corregido, para alcanzar la gracia y la santidad: "Peor eres tú callando que él faltando" (San Agustín, Sermón 82, 7).

La falta de corrección, como dice San José María Escrivá, "esconde una comodidad cómplice del mal y una falta de responsabilidad a quienes huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna —suya y de los otros— por sus omisiones, que son verdaderos pecados" .

Los cristianos debemos huir de esa visión claramente errónea, excesivamente humana y poco sobrenatural, que nos lleva a pensar que es improcedente o inoportuno ejercer la corrección a un hermano por temor a dañarle, por sentir que nuestro propio pecado nos impide corregir otros o por creer que no es posible la mejora en el corregido.
Los cristianos necesitamos actualizar continuamente nuestra necesidad de estar en gracia y de alcanzar la santidad, para nosotros y para los demás. Si seguimos el ejemplo de Cristo, debemos renovar constantemente nuestra obligación de mostrar humildad, compasión y amor ante los fallos del prójimo, así como de aceptar de buen grado la propia corrección con el ejercicio de esas mismas virtudes, unidas a un sincero agradecimiento.

En realidad, si mostramos indiferencia o rechazo a la corrección, no sólo estaremos desentendiéndonos y despreocupándonos de nuestro prójimo sino que además, estaremos negando la misericordia de Dios, rechazando el amor..., es decir, estaremos pecando contra el Espíritu, algo que no tiene perdón (Mateo 12, 31-32).

Por tanto, a la pregunta clara y directa que nos hace el Señor: "¿Dónde está tu hermano?"...¿Responderé con indiferencia e indolencia? 
O diré: "Aquí está mi hermano, a quien me has mandado guardar" 

JHR


martes, 2 de febrero de 2021

OTRA ACTITUD HUMANA MÁS PELIGROSA


El que no está conmigo está contra mí, 
y el que no recoge conmigo, desparrama"
(Mateo 12,30)

En un anterior artículo Hijo prodigo y buen samaritanoreflexionábamos sobre las principales actitudes humanas que encontramos en ambas parábolas y reflejos de la vida espiritual del hombre, frente a la actitud misericordiosa y comprensiva de Dios. 

Sin embargo, existe otra actitud humana que se mantiene oculta, en "penumbra", "a la sombra". Hablamos de la tibieza, actitud contagiosa, asintomática y muy peligrosa para la vida espiritual de un cristiano.

La tibieza es la actitud de las personas "grises" y mediocres, de las que escriben con "medias tintas", de las que "están pero no están", de las que no se comprometen, de las que dicen "sí, pero...". 

Es la postura de los que se forjan una "fe a la medida"cómoda y distante. Es la disposición de los que pretenden seguir de lejos a Cristo, "sin mucha exigencia", "sin demasiada notoriedad""sin excesiva implicación". 

Es la pose de los "pasivos", de los que se mantienen "al margen", de los que se tienen por "buenos", de los que "no hacen mal a nadie"...ni "bien". Es la posición de los que mantienen un "silencio cómplice" con el mundo, de los que "no recogen", de los que "desparraman", de los que pecan por "omisión".

Son esos tres misteriosos "mirones" que aparecen en el cuadro de Rembrandt sobre la párabola del hijo pródigo. Los tres se encuentran alrededor del abrazo luminoso del Padre al hijo menor, alineados con la figura del hijo mayor de la derecha, pero que se mantienen a distancia y en segundo plano.
Por un lado, nos encontramos con dos figuras aparentemente femeninas, la del fondo superior izquierdo, alejada e indiferente a lo que acontece, y la del centro, más cercana y asomada por curiosidad. Ambas muestran desconfianza y lejanía.

Por otro, una figura masculina, la sentada, ausente y con la mirada perdida en una especie de profunda "ensoñación". Muestra ensimismamiento e introspección.
Las tres figuran miran al Padre y al hijo con los "ojos del mundo". Cada una desde su visión individual: una, desde la distancia de la "no responsabilidad" y la indiferencia; otra, desde la oscuridad de la inseguridad y la desconfianza; y otra, desde la abstracción de la ilusión y el sentimentalismo. 

Las tres están dentro de la Iglesia, viven en la casa del Padre (seguramente por conveniencia), pero no es su morada. No forman parte del cuerpo de Cristo, porque tampoco quieren integrarse plenamente en la familia de Dios. Están en el "cuadro", pero no parecen pertenecer a él. Permanecen alejados de la luz principal del abrazo misericordioso del Padre. 

Su situación en ese plano secundario y sombrío define su falta de compromiso, su desinterés por entrar en "escena", su desgana por participar activamente en la resurrección del hijo y su negligencia por comprender el perdón del Padre. 

Sus prioridades no son ni Dios ni el prójimo, y aunque tengan una cierta intriga o curiosidad, andan tan enredados y absortos en "sus cosas" y en sus "pensamientos" que no terminan de implicarse ni de intervenir.

Se sirven de los beneficios de la Casa del Padre cuando les interesa, pero no los viven con alegría ni los disfrutan con generosidad. Su modo de vida rutinario y a distancia les gusta y no quieren cambiarlo. 

Conocen a Dios Padre y al hijo pero no quieren ser parte de sus vidas. Rechazan la seguridad de la forma de vida que les ofrece la "Casa" porque prefieren su presunta seguridad o su supuesta comodidad. Prefieren seguir siendo espectadores en lugar de participantes, actores secundarios en lugar de protagonistas. 

Los tibios quieren "servirse" pero sin "servir", tener "fiesta" pero sin "molestia", estar "presentes" pero , a la vez, "ausentes". 

Sin duda, una actitud peligrosa...porque quien no recoge con Cristo, desparrama; quien no está con Dios, está contra Él.

JHR

domingo, 31 de enero de 2021

JOB: CÓMO ES DIOS Y CÓMO ACTÚA

"Cuando alguien se vea tentado, que no diga: 
'Es Dios quien me tienta'; 
pues Dios no es tentado por el mal 
y él no tienta a nadie. 
A cada uno lo tienta su propio deseo 
cuando lo arrastra y lo seduce" 
(Stg 1,13-14)

Hablaba ayer con un buen amigo, católico y argentino (aunque no de nombre Francisco), acerca de las dudas que muchos cristianos nos planteamos en estos tiempos difíciles que sufrimos: la pandemia, ¿la envía Dios? o ¿la permite Dios? ¿es un castigo? o ¿es una prueba?

Lo mejor para tratar de responder a esta cuestión, o mejor dicho, para discernir y reflexionar sobre ella, es escuchar lo que Dios mismo nos dice, a la luz de Su Palabra, en el libro de Job, donde nos encontramos con las mismas situaciones por las que nos quejamos hoy y por las que culpamos a Dios.

A simple vista, el libro sapiencial nos presenta por un lado a Job, un hombre paciente, perseverante, apartado del mal y fiel a Dios (aunque no judío) tanto en las gracias como en las desgracias; y por otro lado, a un Dios "silente e insensible" al sufrimiento del justo y cuya ausencia de respuesta parece olvidarse del hombre.

Sin embargo, el libro de Job no es tanto un canto a la paciencia del hombre como una teodicea que demuestra cómo es Dios y cómo actúa en la historia del hombre. Su propuesta principal es sumergirnos en el misterio del mal y del sufrimiento como parte del combate de la fe, y así, enseñarnos el sentido de nuestra vida desde la perspectiva del dolor y la muerte, como hará su Primogénito en la Cruz. 

La historia se desarrolla entre la tierra, donde el hombre acepta con justa sabiduría y perseverancia el bien y el mal, y el cielo, donde Dios presume del hombre, en este caso de Job, pues no hay otro como él en la tierra. Job es la imagen de Jesucristo, la visión que Dios tiene del hombre: justo y sabio que se mantiene siempre fiel a Dios incluso en la tentación, el sufrimiento y el dolor; rico y acomodado que se vuelve pobre y desnudo hacer la voluntad de Dios, y a quien el Diablo le tienta para blasfemar y rechazar a Dios. 

Sometido a prueba
Job 1-3

El libro de Job, escrito hacia el siglo VI - III a.C., en Edom, frontera con Arabia, forma parte de la pedagogía progresiva bíblica, que entonces todavía no había consolidado el concepto de resurrección, por lo que la retribución, es decir, "toda" la actuación divina se dirimía en el "aquí y ahora", en la vida terrenal. Será con el libro de Eclesiástico (s. II a.C.) y con el Libro de la Sabiduría (s. I a.C.) donde se avance hacia una mayor comprensión de la retribución después de la muerte.
En los primeros capítulos de Job se muestra cómo no es Dios quien envía castigos: "El Señor respondió a Satán: Haz lo que quieras con sus cosas, pero a él ni lo toques"y cómo debe ser la actitud del justo ante las desgracias: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (...) "Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?"

Se declara culpable
Job 4-28

A pesar de perder todo su ganado, a sus siervos, a sus hijos y su propia salud, Job no peca ni protesta contra DiosDe la misma forma que los judíos y los romanos recriminan a Cristo que apele a Dios, la carne nos insiste insidiosamente con las mismas quejas con las que nos querellamos contra Dios y le culpamos del mal y del sufrimiento.

A pesar de perder el apoyo y la fe de su mujer, Job vive su noche oscura y maldice su vida pero no blasfema ni rechaza a Dios. Lo que más teme es perder la paz y el sosiego. De la misma forma que tienta a Cristo en el desierto para que blasfeme y reniegue de Su Padre, el Diablo nos tienta en la dificultad para que perdamos la serenidad y la tranquilidad y nos alejemos del Señor. 

A pesar de que tres amigos suyos (Elifaz, Bildad y Sofar) le instigan, recriminan y culpan constantemente (doctrina hebrea de la retribución por la cual, Dios premia a los buenos y castiga a los malos en vida), tentándole a que abandone a Dios, Job no pierde su fe ni reniega de DiosDe la misma forma que los amigos de Jesús, sus discípulos, confían en la fuerza de las armas para defender a su Maestro en el Huerto de los Olivos, nuestros amigos y hermanos se obstinan e insisten en que pongamos nuestra esperanza en la ciencia y en la razón humana. 
Job, aunque responde con un diálogo/monólogo lleno de dureza y amargura, de queja y súplica, toma conciencia de su fragilidad, asume su culpa original y deposita su fe y esperanza (y su vida) en la misericordia y la justicia divinas, en la certeza de que le ayudarán a vencer la batalla espiritual en la que (el hombre) está inmerso. 

De la misma forma que Cristo en Getsemaní y en el Calvario, sin culpa, clama al Padre sintiéndose abandonado y débil en su humanidad, Job en actitud orante y humildele pide a Dios una respuesta que dé sentido a lo que le acontece, pero sin resentimiento, sin culpar a Dios. Es la misma actitud con la que los cristianos, sabedores de la responsabilidad del Tentador y Acusador en el mal, nos dirigimos al Señor, elevando el incienso de nuestras oraciones a su presencia, implorando ayuda para encontrar sentido a nuestro sufrimiento. 

En estos capítulos, el hagiógrafo nos expone dos conceptos fundamentales: la perfecta sabiduría divina y la necesidad de conversión del hombre. Dios permite el mal (de forma temporal, por poco tiempo) para demostrar al Enemigo que la amistad del hombre con su Creador es libre, verdadera y por amor. 

Su visión eterna (el Señor no está sujeto al tiempo ni al espacio) señala que Dios no interviene en la historia para condenar sino para atraer al hombre hacia sí. Su visión amorosa (Dios es amor) indica que interviene, enviando a Su Hijo al mundo, para restablecer la amistad perdida con el pecado original, y con ello, evidenciar la victoria definitiva del bien sobre el mal.

El libro de Job es un manual de confiado abandono en Dios, aún siendo incapaz de verlo o de escucharlo en la "noche oscura", sin desviarse de su voluntad y de sus mandamientos: "Mi testigo está ahora en el cielo, mi defensor habita en lo alto, es mi grito quien habla por mí, aguardo inquieto la respuesta divina". 

Es también un manual de perseverancia y de resistencia al malincluso cuando nuestros seres queridos o amigos, ejerciendo de abogados del Diablo, nos sometan a juicio, nos declaren culpables, tratando de dictar sentencia para que rechacemos a Dios y reneguemos de nuestra fe: "Vuestras denuncias quedarían en ceniza; vuestras razones, en razones de barro (...) suceda lo que suceda, voy a jugármelo todo, poniendo en riesgo mi vida. Aunque me mate, yo esperaré, quiero defenderme en su presencia". 

Se prueba su inocencia
Job 29-37

El sufrimiento no es un castigo, sino un modo de probar la rectitud y autenticidad de la conducta del justo"¿Qué suerte reserva Dios en el cielo, qué herencia guarda el Todopoderoso en lo alto? (...) ¿No observa mi conducta?, ¿no conoce mis andanzas? ¿Acaso caminé con el embuste?, ¿han corrido mis pies tras la mentira? Que me pese en balanza sin trampa y así comprobará mi honradez".

Aparece en escena Eliú, el amigo de nombre judío, hasta ahora sin nombrar (y que bien pudiera ser su ángel custodio), que recrimina a Job el intento de justificarse y a los tres amigos, por echarle la culpa a Dios. 

Es, sin duda, la voz de la conciencia que nos susurra la supremacía de la Sabiduría de Dios sobre la del hombre, porque cuando el hombre no encuentra explicación ni solución a lo que sucede "Dios habla de un modo u otro, aunque no nos demos cuenta: en sueños o visiones nocturnas". 
Nos asegura que la Providencia de Dios obra siempre para el bien de los hombres, aún en la prueba"Abre entonces el oído del hombre e inculca en él sus advertencias: para impedir que cometa una acción o protegerlo del orgullo del hombre; para impedirle que caiga en la fosa, que su vida traspase el canal. Lo corrige en el lecho del dolor (...) hasta que su existencia se acerca a la fosa, su vida al lugar de los muertos".

Nos garantiza que la Justicia de Dios está fuera de toda duda o sospecha, y que se imparte de forma individual, según las obras de los hombres: "¡Lejos de Dios la maldad, lejos del Todopoderoso la injusticia! Paga a los humanos según sus obras, retribuye a los mortales según su conducta. Está claro que Dios no actúa con maldad, que el Todopoderoso no pervierte la justicia".

Nos indica que el propio sufrimiento permite al hombre ver y reconocer su fragilidad, que ni es Dios, ni Dios "cabe" en su cabeza, que el dolor es un medio de corrección, un instrumento de redención: "Salva al afligido con la aflicción, lo instruye mediante el sufrimiento". Nos anticipa la pasión de Cristo como medio de salvación.

Dios se hace presente e interviene
Job 38-42

La súplicas del justo provocan la presencia y la intervención de Dios para mostrarnos cómo su sabiduría y su poder velan por toda la creación, para decirnos que Dios siempre actúa, aunque no lo veamos

Dios nos explica la causa del mal y la razón de por qué el hombre es incapaz de controlarlo: Dios le ha dado poder a Behemot (símbolo del Mal y que significa "bestia") y a Leviatán (símbolo del Caos y que muestra a una "bestia marina" semejante a un dragón), ambos asociados a Satanás, para actuar y probar a la humanidad"De sus narices sale una humareda, como caldero que hierve atizado; su aliento enciende carbones, expulsa llamas por su boca".
El sufrimiento del inocente es una constante a lo largo de la historia de la humanidad, como también lo es el hecho de que el hombre siempre trata de medir la realidad por aquello que puede comprender y todo aquello que no puede ver o tocar es falso o absurdo.

Dice C.S. Lewis que "Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor; el dolor es un megáfono para despertar a un mundo sordo". Por tanto, es ahora, en medio de la pandemia que asola nuestro mundocuando podemos despertar para ver y escuchar a Dios, para entender la injusticia del mal y el "silencio" de Dios. 

Es ahora, a través de nuestro paso por las tinieblas del sufrimiento, de nuestro caminar por la oscuridad del dolor y de nuestro bregar en la tempestad, cuando podemos ser capaces de ver la luz de Dios y abandonarnos confiadamente a su Providencia..

Es ahora, ante la poderosa y luminosa presencia de Dios en la oración, cuando todos los hombres caemos de rodillas, nos sentimos pequeños e insignificantes y reconocemos nuestra ignorancia frente a Su omnipotencia y sabiduría: "¿Quién resistirá frente a él? ¿Quién fue hacia él impunemente?" (...) Reconozco que lo puedes todo, que ningún proyecto te resulta imposible (...) Hablé de cosas que ignoraba, de maravillas que superan mi comprensión".

Es ahora, cuando hemos visto a Cristo, cuando sabemos que ha resucitado y que vive, "Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos", cuando somos restaurados y bendecidos por el Señor, en espera de que nos otorgue la recompensa cuando estemos en la definitiva presencia de Su gloria.

JHR

jueves, 28 de enero de 2021

HIJO PRÓDIGO Y BUEN SAMARITANO

"Sed misericordiosos 
como vuestro Padre es misericordioso"
(Lucas 6,36)

Uno de los elementos más característicos de la divina pedagogía de Jesús, y el más claro signo de coherencia y autenticidad de su divina personalidad son sus más de cincuenta parábolas escritas a lo largo y ancho de los evangelios. 

Las parábolas de Jesús son metáforas, comparaciones sencillas, alegorías fácilmente comprensibles para los hombres, tomadas de nuestras realidades y vivencias cercanas, que atraen y captan poderosamente nuestra atención. 

Su principal propósito es despertar nuestro pensamiento (nos implican, nos invitan), estimular nuestra conciencia (nos complican, nos comprometen) y llamarnos a la acción (nos simplifican, nos santifican) para acercarnos a su amor.

Sin embargo, la maestría divina en sí misma, limitada por el don gratuito que Dios nos otorga al respetar nuestra libre voluntad, nos deja abierta una puerta para que nuestra razón se sumerja en una reflexión interna y así, nuestro discernimiento pueda interpretar el mensaje y conferirle una aplicación particular y propia.

Las parábolas nos muestran lo que Dios es y cómo actúa; lo que el hombre es y cómo actúa; y lo que podemos y debemos llegar a ser. Pero lo deja siempre a nuestra elección, a nuestra voluntad, a nuestra libertad.

Hijo pródigo
La parábola del hijo pródigo (Lucas 15,11-32) nos presenta dos actitudes humanas con dos personajes, ambos hijos de un mismo padre: el publicano, el hijo menor, despilfarrador y despreciado por los demás; y el fariseo, el hijo mayor, cumplidor de la Ley y bien visto por los demás. Y en medio, la actitud divina: la del Padre misericordioso, que acoge, perdona y dignifica a ambos.

Todos tenemos algo de publicanos y algo de fariseos, dos formas diferentes de vivir nuestra existencia ante la atenta y amorosa mirada de Dios. Todos tenemos actitudes rebeldes y despilfarradoras, y a la vez, cumplidoras y políticamente correctas. 

Todos tenemos actitudes de inseguridad y de "nostalgia egoísta" de Dios, y también, de autosuficiencia y de "reivindicación posesiva" de Dios. Todos tenemos actitudes de debilidad y de miseria que claman compasión y perdón, y también, de superioridad y de prepotencia que reclaman justicia y reconocimiento.

Sin embargo, a pesar de que nuestro Padre nos da todo lo que es suyo (la gracia, el amor, el perdón y la dignidad filial), nosotros, los dos hijos (el publicano y el fariseo), nos sentimos desgraciados, desatendidos y excluidos. Ambos nos apartamos de su amor. Cada uno de una manera: unos por egoísmo y otros por envidia. 

Mientras, el Padre que nos muestra su infinita misericordia, espera a que, libremente, se produzca la conversión de nuestros corazones al amor...Nosotros nos encontramos lejos del Padre pero Él siempre nos ve cerca, nos quiere en su casa.

Buen samaritano
La parábola del buen samaritano (Lucas 10,30-37) nos muestra también dos actitudes humanas, con otros dos personajes, el sacerdote y el levita, que cumplen la letra de la Ley pero no su espíritu (el amor). Ambos son incapaces de demostrar su fe con obras al ignorar al necesitado, al negar su ayuda al desahuciado, al mostrar indiferencia y pasar de largo, es decir, pecan de omisión, negligencia, inmisericordia y cobardía ante aquel a quien no consideran "prójimo". 

Y por otro lado, la actitud divina: la del buen samaritano que representa el amor de Cristo, quien "estando de viaje" (situación temporal), se para en el camino (la historia del hombre), acoge al "mal visto" (excluido), atiende al maltratado (perseguido) por los bandidos (el mal) y cura al herido (al pecador), le lleva a la posada (a la casa del Padre, la Iglesia) y paga por él (entregando su vida en la Cruz). No tenía obligación de hacerlo pero quiso hacerlo libremente y por amor.

El camino de Jericó a Jerusalén era conocido en tiempos de Jesús como el "Camino de sangre" por el grave peligro de ser asaltado y asesinado por los ladrones que lo acechaban. Esto mismo ocurre hoy en el "camino de maldad" que caracteriza nuestro mundo actual, donde el egoísmo y el individualismo nos convierten en hombres indiferentes y codiciosos que buscan su propio interés, que matan al prójimo, y por otro lado, nos convierten en cristianos teóricos, sin caridad ni misericordia ante la desgracia ajena.

Cuántas veces pensamos que el mal ajeno no "va" con nosotros, que "no es asunto nuestro". Cuántas veces damos un rodeo, mirarmos hacia otro lado y pasamos de largo. Cuántas veces nos consideramos cristianos pero ante la prueba de nuestra fe, no pasamos de la teoría a la práctica, de los dichos a los hechos. Cuántas veces somos "indiferentes" al prójimo, en lugar de ser "diferentes" al mundo.

Lo que realmente precisa y determina nuestra fe no es su definición, no es la teoría, ni la literalidad de la Ley, sino su puesta en práctica. "La fe sin obras está muerta" (Santiago 2,17). Y eso es precisamente a lo que Cristo nos invita: a poner por obras todo aquello que nos dice.

Con ambas parábolas Dios nos muestra la doble dimensión de la vocación cristiana: Primero, descubrir el amor de Dios que se compadece de nosotros y, segundo, nuestra poner en práctica esa misma misericordia con el prójimo

Dios nos llama a amar a todos, a los amigos y a los enemigos, a los cercanos y a los extraños, a los compañeros y a los rivales, a los que nos aman y a los que nos odian (Mateo 5,44)Cristo, el Buen samaritano, no hace distinciones ni pone excusas: todos somos "prójimos", todos somos cercanos, próximos. Todos somos hermanos. 

El Señor nos invita a vivir la esencialidad del mensaje evangélico: a no juzgar ni condenar, a ser generosos con los necesitados y atender a los heridos, a perdonar a quienes nos ofenden. (Lucas 6, 36-38). Dios, el Padre misericordioso, no pone límites ni fronteras como tampoco exigencias: Su amor es ilimitado, es generoso, es para todos, para publicanos y fariseos. Todos somos hijos.

Por ello, todos estamos llamados a ser buenos samaritanos y padres misericordiosos. Todos estamos invitados a ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5,48). Esta es la Ley del amor. Este es el camino de la santidad.

"A vosotros se os han dado a conocer 
los secretos del reino de los cielos y a ellos no. 
Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra,
y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. 
Por eso les hablo en parábolas, 
porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender (...) 
porque está embotado el corazón de este pueblo, 
son duros de oído, han cerrado los ojos;
 para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, 
ni entender con el corazón, 
ni convertirse para que yo los cure. 
Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven 
y vuestros oídos porque oyen" 
(Mateo 13,11-16)

JHR

lunes, 25 de enero de 2021

PEDIR, BUSCAR Y LLAMAR

"Pedid y se os dará, 
buscad y encontraréis, 
llamad y se os abrirá; 
porque todo el que pide recibe, 
quien busca encuentra 
y al que llama se le abre" 
(Mt 7, 7-8)

Ha transcurrido un año desde la irrupción del Covid y éste, no sólo no ha sido frenado, sino que sigue propagándose, incluso con nuevas cepas más virulentas, si cabe. Nada ni nadie (como ocurrió con las plagas de Egipto descritas en el libro del Éxodo) ha sido ni es capaz de ponerle remedio. Ni las medidas, ni las restricciones, ni los confinamientos, ni siquiera las vacunas, han sido eficaces para combatir y derrotar al virus.

Como el faraón de Egipto, el hombre de hoy tiene el corazón endurecido y obstinado (Ex 7,13-14), y busca soluciones al margen de Dios, busca resultados sin tenerle en cuenta, sin "conectar" con Dios, sin encomendarse a Él. El hombre busca remedios antivirales entre sus sirvientes, sus médicos y sus "magos", pero éstos no pueden ofrecérselos.

La oración es el mejor antídoto y la vacuna más efectiva del cristiano. Nos resguarda y protege del pecado. Nosotros los cristianos sí tenemos en cuenta a Dios y por ello estamos conectados a Él. Nos encomendamos a nuestro Señor, sobre todo, ahora que el virus nos impide vivir nuestra fe en los templos (cultos), en los retiros (evangelización), en los centros (caridad), etc. 
La oración es la llave del cielo que nos abre a la escucha del Espíritu Santo y al diálogo con Dios Padre, a la contemplación de Dios Hijo y a la intercesión de la Madre de Dios y Madre de todos. El cielo, lleno de ternura, amor y misericordia, desea que nosotros, sus queridos hijos, sus ciudadanos de derecho, le hablemos, le contemos, le pidamos...está esperando que lo hagamos...


Y para ello, en el evangelio de Mateo, Cristo nos hace una triple invitación: "Pedid, Buscad y Llamad":

Pedir es una llamada a la oración. Implica orar con fe y humildad, reconocer nuestra vulnerabilidad fragilidad, confesar nuestra dependencia y necesidad de Dios. Cuando pedimos con fe, esperamos una respuesta. Pero la respuesta de Dios exige un corazón contrito y necesitado, agradecido y confiado. Dios no puede actuar si no tenemos fe, no puede obrar milagros si no confiamos de verdad en Él y se lo pedimos, porque respeta nuestra voluntad y nuestra libertad. 

San Antonio Abad decía que "La oración perfecta es no saber que estás orando". Orar debería ser como respirar: hacerlo sin saber que lo hacemos. Orar debería ser como el latir de nuestro corazón: constante y continuo

¿Cómo pedir?  Jesús nos enseñó la oración perfecta, el Padrenuestro, que une alabanza, gloria, perdón, agradecimiento y petición a Dios (Lc 11,1-4). Podemos pedir a Dios cosas temporales pero siempre para ofrecérselas a Él.

Buscar es una exhortación a la acción. Exige actuar, obrar y proceder según la voluntad de Dios. No basta con pedirle que nos solucione nuestros problemas y cruzarnos de brazos, sin hacer nada. Podría ocurrirnos como al faraón, quien tras cada plaga, le pedía a Moisés que intercediera ante el Señor para que cesara la plaga, pero luego, cuando Dios intervenía, se olvidaba de cumplir lo que Dios le decía que tenía que hacer. 

¿Cómo buscar? A Dios le encontramos en Su Palabra, en los sacramentos, en la Eucaristía, en Su Iglesia, en el servicio al prójimo, en una vida coherente y en armonía con Su voluntad. Buscar a Dios es ponernos a su servicio y al de los demás pero siempre buscando su rostro, para encontrar nuestra santidad y la de los demás.

Llamar es una invitación a la perseverancia. Supone ser fieles y constantes, resistir y perseverar, insistir repetidas veces hasta que Dios nos abra la puerta que necesitamos. A Dios, como a todo padre, le gusta que sus hijos sean persistentes y "constantes en orar" (1 Tes 5,17). 

¿Cómo llamar? Llamar a Dios debe ser un hábito, es decir, una práctica frecuente y constante, una necesidad imperiosa de sentirse amado por Dios y de enamorarse de Él. Llamar es perseverar en el amor, es decirle a nuestro Padre un "Te quiero", un "Abba". Llamar, como dice San Pablo, es "esforzarse por conseguir el amor" (1 Co 14,1).

A cada imperativo de Jesús, siempre le sigue una promesa. Así, a "pedir" le sigue "se os dará"; a "buscar", "encontraréis", y a "llamar", "se os abrirá". Cristo nos promete siempre una respuesta. Por eso, no podemos quedarnos paralizados ante las incertidumbres o quedarnos sin actuar ante las dificultades. Pedir por todos nosotros, buscar siempre su voluntad y llamar para perseverar en la fe.

Con estas tres acciones hacemos subir nuestro "incienso" a Dios (Sal 141, 2), es decir, "encendemos" nuestros sentidos (corporales y espirituales) y "elevamos" nuestra esencia (cuerpo y alma) en forma de plegarias, necesidades, alabanzas, agradecimientos, arrepentimientos y sacrificios. 
Y Él, que siempre escucha, nos responderá. Entonces sonarán las trompetas, símbolo inequívoco de su intervención en la historia del hombre.

Contagiémonos unos a otros de vida interior y oración...

Unamos nuestras voces, hablemos con Dios al unísono, ya sea en privado, en familia, en comunidad o en redes sociales...

Cultivemos nuestra intimidad con Dios confiando, obrando y perseverando conforme a su voluntad...

Hagamos que la oración se vuelva viral.
JHR

jueves, 21 de enero de 2021

LA IDOLATRÍA DE LO TEMPORAL ANTE LA DIFICULTAD DE LO ETERNO

"¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios 
a los que tienen riquezas!
¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! 
Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, 
que a un rico entrar en el reino de Dios (...)
¿Quién puede salvarse?
Es imposible para los hombres, no para Dios. 
Dios lo puede todo"
(Marcos 10,23-26)

Cristo, ante la pregunta del "millón": "Señor, ¿Qué debo hacer para salvarme?...mira al joven rico (me mira a mí) con infinita ternura e inmensa compasión (como siempre ha hecho y hace), mientras guarda silencio durante un instante. Su mirada me desnuda, me radiografía, me interpela...lo noto, lo siento...me traspasa el alma. 

El propósito de mi pregunta capciosa no es otro que escuchar lo que, en realidad, anhela mi corazón de hombre: que se cumpla mi voluntad, que se hagan realidad mis planes. En definitiva, que Dios se acomode a mí. Quiero seguir a Jesús pero "sin complicarme la vida". Quiero ir al cielo pero "sin sufrir, sin morir a mí mismo".

Aún así, Jesús no me critica ni me juzga. Conoce mi debilidad, sabe dónde he puesto mi tesoro y lo que guardo en mi interior (Mateo 6,21). Sin embargo, aún conociendo mis "proyectos de riqueza", no quebranta mi libertad ni fuerza mi voluntad. Tan sólo, me tiende su mano y me susurra: "Ven conmigo y verás cuánto te amo". Otra vez...me dice: "Sígueme".
Pero yo, creyéndome (auto)suficientemente rico y feliz, sin embargo, me sigo sintiendo siempre pobre y amargado, aferrándome a mis "seguridades" como a un clavo ardiendo, obstinándome en trazar y seguir mis "ideas", apegándome a mis deseos e ilusiones y prefiriendo las riquezas materiales a las espirituales...por eso, me doy la vuelta y me alejo de Dios. 

¡Qué amargura suscita negar a Jesús en su misma presencia! ¡Qué tristeza provoca apostatar de la Verdad! ¡Qué desconsuelo produce separarse del Camino! ¡Qué pena causa rechazar la Vida! ¡Qué desdicha tan egoísta ocasiona despreciar el Amor! 

Caigo una y otra vez. "Yo" me vuelvo "a lo mío", a "mi mundo", a "mi vida" y Cristo sigue haciendome la "pregunta" para que le siga. Vuelvo a caer porque prefiero mis efímeros placeres, mis temporales apegos, mis fugaces "sueños de una noche de verano", creyendo que pueden procurarme la auténtica felicidad, y borrar, (o al menos, disipar) ese anhelo de eternidad que está grabado en mi corazón de carne, aunque endurecido... congelado... 

En "mi mundo" no cabe Dios. No le dejo sitio. No termino de creerle, no acabo de confiar ciegamente en Él, no termino de amarle. Prefiero, o mejor dicho, me es más cómodo, creer en mí, confiar en mis méritos, esperar en mis capacidades, amar mis deseos. Y me instalo en mi "ego" y en mi "aquí y ahora".
Desgraciadamente, opto por vivir en la idolatría de lo temporal, por instalarme en la apostasía de lo innecesario, por acomodarme en el culto de lo efímero. Infelizmente, me niego a pasar del cumplimiento al seguimiento, del resentimiento al agradecimiento, de lo caduco a lo eterno...

Y así me vá... caminando triste y cabizbajo por "mi vida"...como "aquellos dos discípulos..." Cristo  se ha cruzado en mi camino y me ha dicho lo que debo hacer para salvarme, aunque me ha advertido que es difícil...Sin embargo, mi pereza, mi conveniencia y mi comodidad me llevan a responderle que no me interesa, que no me gusta, que no "va conmigo". Y le digo: "Gracias, pero NO".

Pero pongámonos en el caso de que le digo que "SÍ" a Cristo. Pongamos que "dejo todo" y le sigo...El Señor (lo sé, lo sabemos) no se anda con "medias tintas"; es radical, directo y tajante cuando afirma: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios! 

Yo me quedo perplejo ante esa "aparente contradicción" que Jesús parece decirme en la dificultad de seguirle, o dicho de otra forma, ante la "imposibilidad" de llegar a ser santo. Y le vuelvo a preguntar (que es lo que pretende, interpelarme, porque ya le voy conociendo): "Entonces, ¿Quién puede salvarse?". Jesús se me queda mirando con una leve sonrisa y me dice: "Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo" (Marcos 10,26-27)

Esta es la cuestión. Ahora sí lo entiendo: no son mis "méritos", ni mis "talentos", ni mis "apegos", ni mis "riquezas", ni mis "cumplimientos" los que me hacen santo y me salvan, sino la gracia de Dios. Yo...sólo tengo que confiar en Él, "dejar mi casa, mis hermanos o hermanas, madre o padre, hijos o tierrasy seguirle a la vida eterna (Marcos 10,29-30) .

"Señor, estoy aqui para cumplir tu voluntad!
(Salmo 39,8)

JHR